Friday, November 17, 2006

Leoncio contra el sistema

Aquel dìa, Leoncio se levantó temprano como siempre y mientras desayunaba se hizo mentalmente la planificación diaria. En principio todo le cuadraba bastante bien pero viendo que Javier empezaba a hacer la mona delante de la taza de cereales con leche y colacao le asaltaron serias dudas de que ese día , como todos los demás, se cumplieran sus previsiones. Sus dudas se convirtieron en certeza cuando Javier decidió que no se tomaba la leche porque sabía a chorizo. A Leoncio, aquella le pareció una razón de peso aunque por descontado increíble, y como tomó conciencia de padre la noche anterior viendo en la televisión el programa de Supernani, no tuvo otra alternativa que desplegar las estrategias persuasorias aprendidas de la pedagoga nulípara. Leoncio también es nulíparo, claro está, pero aún así alcanzó cierto éxito, aunque tan parcial y a tal hora, que viendo que aquel día tampoco podría realizar su plan decidió que se vengaría lo más cruelmente posible en el primero que se echase a la cara. De ninguna manera estaba dispuesto a cargar él solo con su frustración: alguien, ese día se sentiría tan desgraciado como él al menos por unos momentos. Así que empezó por el principio a ejecutar su agenda tal y como tenía previsto. Como entre que dejó a Javier en la escuela y una visita que tenía que hacer a un centro a las once y media, hora del recreo le quedaba más de hora y media se acercó hasta la Caja de Ahorros a pedir el bonobús.
-Buenos días, señorita.
-Buenos días, ¿qué quería?
-Pues mire, yo venía a por el bonobús que ofrece el Ayuntamiento al 50%.
-Ah, sí, pero no puede ser hoy.
-¿Y eso por qué, señorita?
-Porque, como puede ver usted en el aquel cartel los bonobuses sólo se venden los martes y los jueves, así que, deje paso al siguiente, si es tan amable, siento que haya tenido que esperar.
-Ah, no, señorita, no lo sienta usted, que bastantes pesares le dará ya la vida cotidiana para que además se preocupe por mi. Mire, usted simplemente me da un bonobús, yo se lo pago y me voy y se ahorra la preocupación.
-Señor, si no es por ahorrarme nada, es que solo se vende los martes y los jueves.
-Ya , pero mire, es que yo trabajo, sabe, y no puedo perder otra mañana más para lo del bonobús, así que, ya que no es cuestión de ahorro, deme al bonobús, yo se lo pago y todo arreglado.
-martes y jueves.
-Martes y jueves será por conveniencia del banco, señorita, pero a mí me conviene hoy que es miércoles y no trabajo hasta las once.
-Bueno, no es que sea una conveniencia caprichosa, es una cuestión de organización. No vamos a ser rigurosos sólo para molestar a los clientes
-No esperaba menos de ustedes, que tienen fama de ser un buen banco, y puesto que no es una cuestión de rigor por el rigor, véndame bonobús y le quedaré muy agradecido
-Ya le he dicho que sólo los vendemos los martes y jueves ¿ Es usted cliente del banco?
-No señorita, yo nunca sería cliente de un banco que fija los días de los servicios a su capricho sin tener en cuenta las necesidades de los usuarios.

-¡Cómo, que no es usted cliente del banco! ¿Y me hace perder todo este tiempo?
-Pues no, señorita, pero tenga en cuenta que yo no he elegido que sean ustedes quienes vendan los bonobuses sino el Ayuntamiento y como comprenderá no tengo por qué ser cliente del banco que elija el Ayuntamiento, pero como sólo ustedes venden el bonobús... Además no creo que sea perder el tiempo atender a un cliente, ya le pagan a usted por ello, señorita.
- Pero, vamos a ver, ¿no dice usted que no es cliente nuestro?
- No señorita.
- Mire, hay ya mucha gente esperando, así que tenga la amabilidad de dejar paso y venga usted el jueves.
- Señorita, si hay mucha gente esperando no es por mi voluntad sino porque usted lleva un cuarto de hora negándose a venderme el bonobús; déme mi bonobús y será usted quien favorezca a esta gente, como supongo que será su obligación ya que trabaja aquí y no yo que no solo no trabajo aquí sino que es la primera vez que entro en este banco.
-Pero ya le he dicho que hoy no puede ser, no puedo hacer ninguna excepción y menos con personas que no son clientes del banco.
-Ah, ¿es que estaría dispuesta a hacer excepciones en algunos casos?
- Si fuera por alguna causa importante sí, pero sólo con los clientes y usted dice que no lo es.
-No señorita, y me parece que nunca lo seré en vista de cómo me trata usted. De todas formas lo olvidaré y si me vende el bonobús quizá considere la posibilidad de hacerme cliente suyo.
- Lo siento ya le he dicho que sólo los vendemos los martes y los jueves.
- Pero señorita, acaba usted de admitir que está dispuesta a hacer excepciones en casos importantes y yo no puedo venir mañana
-Sólo con los clientes
-Vale, en ese caso quiero abrir una cuenta.
-De acuerdo. ¿Nombre?
-Leoncio Venteo
-¿Dirección?
-Calle tal, número tal.
-¿Cuánto quiere ingresar en la cuenta?
-Pues, no sé ¿un euro?
-Vale, este es su número de cuenta, su libreta de ahorros, su carnet de identidad y en esta hoja tiene los días en que damos los servicios: lunes pensiones, martes y jueves bonobuses , miércoles recibos varios, viernes...
-Vale pero ahora que soy cliente ¿no podría hacer aquellas excepción y darme mi bonobús?
- Lo siento, martes y jueves
- Señorita, mire que la cola aumenta y ya continúa por la calle.
-Martes y jueves.
- Señorita estoy empezando a sentirme incómodo con el servicio que dan ustedes a sus clientes, así que para contribuir a la mejora del banco, quisiera presentar una queja al director de la oficina. ¿Me puede indicar cuál es su despacho?
- Mire, como ya hemos perdido mucho tiempo, para no tener más líos prefiero venderle el bonobús si no le importa.
- Bah, déjelo que hay mucha gente esperando, cancele mi cuenta que ya me da igual porque acabo de perder el autobús. Ya vendré el próximo miércoles, señorita. Buenos días.

Sunday, September 17, 2006

Petra la botera

Petra la botera

“Sardinas frescas a tres pesetas en casa de la Petra”, cantaba el pregonero por las esquinas después de tocar la corneta. Cuando oía el pregón yo sabía que se trataba de Petra la botera que era el nombre por la que se la conocía en el pueblo. De espíritu emprendedor, ya antes de la guerra aprendió a coser botas para el vino que venía de la Mancha en largas recuas atravesando los cerros a lo largo de la ribera del río Guadalmena. Recibía de un recovero las pieles de cabra ya curtidas, las cortaba de acuerdo con un patrón de cartón y las cubría de pez. Luego las cosía con mucho cuidado y les añadía el brocal y las trenzas para llevarla en bandolera. Luego, el mismo recovero las recogía y le pagaba a tanto la pieza. Después de la guerra, Petra la botera tuvo que cambiar de oficio. A causa del bloqueo económico de los primeros años del franquismo el café desapareció de las tiendas de ultramarinos y los estraperlistas que se movían por Sierra Morena traficaban con productos más necesarios. Subían a La Mancha con aceite y bajaban con pan blanco. El café era un lujo innecesario y más arriesgado. Así que; Petra la botera, al tanto de los buenos negocios, puso en la cámara de la casa de la calle Maguillo su factoría de café. Hacía miles de bolitas de masa de pan, aplanaba una de sus caras y les daba un pequeño corte con el cuchillo. Después las tostaba en la sartén hasta que parecían granos de café torrefacto. Aquel negocio fue el inicio de su tienda de ultramarinos , un sueño de juventud que se cumplió pronto y que le hizo ser tendera toda su vida. Tuvo dos locales, el primero frente a “La Cumbre” en el que vendía frutas y verduras y auténticos ultramarinos aunque sobre todo productos nacionales. De la jamba colgaba los racimos de plátanos y junto a la puerta se amontonaban en orden las cajas de frutas y los sacos de legumbres como en todas las tiendas. Después tuvo otro más moderno, ya en propiedad con un escaparate que permitía tener todos los productos en el interior. Tenía un alto mostrador con caja registradora y guillotina de cortar el bacalao y estanterías al fondo. Por aquellos tiempos, Petra la Botera ya era una mujer rica. Era la rica de la familia. Como se pasaba el día tras el mostrador, su hermana, la María de César algún día a la semana bajaba a hacerle las haciendas de la casa, encima de la tienda. A cambio, Petra la botera le vendía barata la ropa que desechaba y le hacía un pequeño descuento en las compras o le regalaba verduras ajadas que tenía para tirar en una caja apartada. Sin embargo, la prosperidad de su tienda no le permitió nunca dejar de ser conocida para siempre como Petra la botera.

Friday, July 21, 2006

EL ARADO

El arado

Cuando fueron a buscar a mi abuelo para asesinarlo, mi abuela ya había parido diez hijos y aún le quedaban dos por parir. Tenía pues la suficiente experiencia para saber muchas cosas. Vinieron cinco hombres: dos de Siles, dos de Torres y uno de Los Maridos que recogieron al final del valle de Onsares para autorizarse en su macabra labor por las faldas de las montañas.
-¿Juana, está tu marido?
- Claro que está, pero por esos cerros cortando leña, pero yo lo llamo y viene enseguida.
Mi abuela sacó la caracola del portal y desde la esquina del cortijo se encaró hacia aquellos montes aparentemente solitarios e hinchando los pulmones al máximo le arrancó un zumbido largo y profundo como el ulular de un barco, luego otro igual de hondo pero más breve: era la señal para que no viniera porque mi abuelo venía a horas más o menos fijas sin que le llamaran.
-¿Tardará mucho, Juana?
- Depende de lo que esté haciendo y de dónde esté, pero como casi es la hora de almorzar no se estará mucho.
- Pues ve preparándonos una gachamiga mientras, Juana.
Allí mismo a la puerta del cortijo, sentados en sillas bajas alrededor de la sartén de patas se comieron la gachamiga convenientemente regada con vino agridulce.
- ¿ De dónde has sacado esa chaqueta Narco?
- Se la quité a un pichichi que pillamos en la carretera de Orcera. Iba en su coche a La Puerta y no se lo dejó requisar. No le dimos mucho, pero los pichichis no aguantan y se puso tan malo que ya no le hace falta.
- Eso es lo que a mi me gustaría echarme a la cara, un pichichi, pero por aquí todos somos iguales.
- Iguales no, compañero, que algunos tienen buenos cortijos con sacos de harina para hacer gachamiga, viñas que dan vino y hasta cachos de monte con pinos y robles donde llevar las cabras, como éste.
-Ñaco, no te arrimes al arado que muerde.
Mi abuelo compró el cortijo con su cacho de monte por veinte mil pesetas que tardó años en pagar y se vino del Biznagal donde trabajaba de guarda. Como parte del pago y de paso para quitarse una boca que alimentar, mi padre debía servir de porquero con el dueño y antiguo amo hasta hacerse de provecho, pero tuvo que volver a casa por la constante cagalera que le provocaba el guiso de verdolagas, más agrias que los hierros y con una espuma amarilla por encima, que le daban como única comida.
El cortijo de mi abuelo es el más alto y más hondo en la cabeza del valle de Onsares. Más arriba ya no hay carriles forestales ni falta que hacen porque el paso lo cierra la Peña del Cambrón, La Piedra, tan alta como El Yelmo, pero llena de vida hasta la cima.
La casa tiene un buen portal con cantarera, ganchos que penden de los revoltones para colgar el barril y el candil, mesa y máquina de coser Singer entre cuyos radios de la rueda metí un día las tijeras para pararla y se rompieron las dos hojas con gran disgusto de mi abuela. Sin embargo aunque amputadas fueron útiles durante mucho tiempo. También hay una buena chimenea donde se hierve la leche de cabra en magníficos cazos de cobre de rabo largo y negro. Hay dos dormitorios siempre negros con arcones donde se guardan ropas y objetos maravillosos que están debajo, en el fondo y camas altísimas, una de ellas, la de mi abuelo, de cerezo torneado. A la derecha está el horno y la bodega sin ventanas y a la izquierda la cuadra y la tinada donde duermen las cabras a las que se accede desde el rellano de la escalera de la cámara. Arriba está la cámara, llena de misterios y olores a higos secos y nueces y ciruelas, esparto crudo, montones de trigo y panizo; a veces granadas y aperos de labranza por los rincones. Allí sólo me aventuraba de día porque de noche en el cortijo reinan las tinieblas, así que apuraba por la noche hasta el último brillo de luz en el horizonte sentado a la puerta de la casa.
" Mangas de humo" pasa a leernos un rato, me decía mi tío Juanito.
-Es que no veo.
Mi tío Juanito era grande y moreno como un oso y me daba un poco de miedo. No creía que no pudiera ver de noche como todo el mundo y me obligaba a entrar a tientas. Ya bajo la luz del candil leía en voz alta y con buen ritmo para la admiración de todos. Sólo tenía dos o tres libros. Un catón, Mi Primer manuscrito, que sólo eran modelos de cartas autográfas en mil estilos y tipos de letra y un libro de cuentos de Calleja primorosamente editado en cuatricromía. Cuentos fantásticos encabezaba cada página de la izquierda y cuentos de calleja cada página de la izquierda. Bobbie y Debbie o los niños que no querían tomar medicinas, Mi gracioso favorito... Un dolor de cabeza estaba ilustrado con un enano subido a horcajadas sobre los hombros del doliente. Con un gran mazo le hundía largos clavos en el cráneo. Mi gracioso favorito era un cortesano vestido como las ilustraciones de las mil y una noches. La muerte era una esbelta y delgada mujer cubierta con un largo sudario gris que le tapaba la cara. Bobbie y Debbie nunca me gustaron demasiado. También aparecía Juan sin miedo cruzando alegremente por una estrecha tabla un río en el que acechaba un cocodrilo o un dragón. Al final experimentó miedo al tener que casarse con una princesa.
La parte trasera del cortijo ya es puro monte y cerca de la pared está la rimera de leña sobre una alfombra de cortezas de pino de vivo color rojo que con el tiempo se oscurecen hasta el marrón y el negro. Más arriba pasa el carril de tierra como una larga herida en el monte que deja ver grandes rocas de piedra caliza a los bordes y pinos con parte de sus raíces al aire amenazando con desarraigarse en cualquier momento.
-Ñaco, no te vayas con el primo Pedro a guardar las cabras que te romperás las sandalias. Me rompí las sandalias triscando por los cerros más que las propias cabras y mi abuela me azotó convenientemente con la suela que quedó. Para que otra cosa podrían ya servir las dichosas sandalias.
Aquel día también estaba allí el arado, apoyado contra la pared con el timón recorriendo casi toda la fachada como el dragón de la Caja de ahorros de Puente Génave. La cama negra y las orejeras embozadas de un barro duro y rojizo que atrapaba briznas torturadas de hierba le daban un aspecto amenazador, pero la reja aguda y brillante con mil puntitos de orín le hacía parecer magnífico. La varijada se encontraba siempre detrás, entre el arado y la pared y era el objeto de mis desvelos el alcanzarla y blandirla como una lanza. Pero lo más fascinante de todo es que el arado mordiera: debía tener la boca bajo la reja, donde se apoyaba la cama en el suelo y, en cualquier caso sus dientes no podían ser muy largos, aunque, si eran tan finos como la reja ... Yo quería hacer como mi tío Juanito, empuñar el arado y romper la costra reseca de la tierra con mi tiro de mulas.
Aparejaba la yunta y se iba al campo. Se colocaba las riendas por los hombros detrás del cuello y bajo el brazo empuñaba la varijada como un picador que apoyaba en las orejas del arado para abrir más hondo y más ancho el surco. Después volvía con la vara al nombro también como sales los picadores de la plaza. Rascar el polvo amasado de sudor en la planta de las abarcas a la luz de la lumbre le llevaba un buen rato todas las noches. Para ello disponía de una espátula hecha por él mismo con una cuchara aplanada a martillazos.
- Bueno, vámonos para abajo que este hombre no viene. Juana, dile a tu marido que unos amigos han venido a hablar con él, que ya volverán otro día, bueno otra noche y así lo pillamos seguro.
Desde el cortijo se domina el valle y los otros cortijos de abajo casi escondidos entre nogueras, olmos, cerezos e higueras, que la sombra y la fruta han de estar a mano. Diversos puntales cortan la vista y no existe sensación de vacío hasta que al fondo se divisa el pico del Yelmo sobresaliendo entre los demás. Toda la gama del azul del cielo y toda la del verde de los pinos y las olivas se contraponen sin mezclarse, sólo el Yelmo, con su pico como de estaño parece conectar ambos mundos.
Mi abuelo hizo dos viajes, uno a África cuando sirvió al Rey y otro a La Puerta para recoger a mi madre embarazada. Cuando volvió de La Puerta dijo que ya no volvería a viajar más y menos para recoger nueras que no saben montar en burra y al primer salto de un río se quedan sentadas en el suelo, embarazadas y todo. Por la tarde se sentaba en una silla alta y yo le afeitaba la barba de varios días con una astilla de caña y una cola de conejo blanca y gris como su barba. Lo más interesante que tenía mi abuelo era su reloj. Lo llevaba en el bolsillo del chaleco, sin cadena y dentro de una bolsita verde y grana con bordados en oro y plata. El forro interior era rojo y suave y se ataba la boca con un cordón como las bolsas de tabaco.
Aquellos hombres no volvieron para fortuna de mi abuelo. Su antiguo amo y protector, más rico que él y por tanto más poderoso se lo impidió de alguna manera. O quizá fue la suerte o la larga caminata que había que hacer para llegar al cortijo y pillarlo allí.
Años más tarde, buscando por entre las piedras de la pared de la tinada se podían encontrar casquillos de balas de fusil de color rojizo y enormes cantidades de cuchillas de afeitar oxidadas y que no cortaban, sobre todo cerca del trozo de espejo roto engastado en la pared y perfilado de cal en el que se miraba para afeitarse mi tío Juanito. Enfrente, el jardín con su yedra, sus lirios y geranios proporcionaba frescor en verano cuando se regaba el suelo además de las plantas. Aquel era el sitio preferido por mi tía Victoria para sentarse en una silla baja a bordar su ajuar y, en los descansos, escribir cartas a su novio, después mi tío Genaro, que estaba cumpliendo el servicio militar en Palmas. Por aquellos tiempos los mozos hacían la mili en Palmas y algunos regresaban luego para trabajar allí por algunos años. Pero siempre volvían. Uno de ellos fue mi tío Juanito. Mi tía victoria guardaba en una caja de caramelos de hojalata algunos botones, una o dos fotos en color del soldado y las cartas recibidas con sus sellos, que servían de nuevo si se despegaban con cuidado del sobre y se pasaban por la frente para borrar la tinta del matasellos. Lo que más abundaba en aquel jardín eran los lirios y las enredaderas que se entrelazaban en los árboles pestosos y los rosales formando un parapeto fresco y sombreado. Entre aquellas enredaderas creí haber perdido mi magnífico colt 45 plateado. Pero ahora sé que fue mi abuela quien se deshizo de él porque recordaba aquella mañana en que vinieron a asesinar a mi abuelo y no quería ver armas por la casa ni aunque fueran de juguete.
Hasta que un día el arado me mordió.
- Mamá Juana, que me ha mordido el arado. Que me ha mordido por las piernas. Allí estaba yo en el suelo, con el arado sobre las piernas atrapado más por el terror que por su peso y desde allí vi venir a mi abuela haldeando hacia mí y con las manos en la cabeza.
- Válgame Dios, si ya te dije que el arado mordía, que no te acercaras a él.




La Peña del Cambrón

La subida a la piedra es una aventura interminable. Cuando deja de haber olivos empiezan los pinos negrales y carrascos organizados en fronteras rectas y verdes con ellos. Después los propios pinos forman una frontera con la gran piedra desnuda. Manchas de robles y encinas y escarpas grises jalonan la marcha. De vez en cuando un oloroso cambrón ofrece una sobra tenue casi transparente. Todos los pinos tiene una gran herida de arriba abajo. Al final, casi cerca del suelo un mortero de barro recoge la resina, que a veces rebosa formando chuzos traslúcidos y amarillentos que cuelgan de los bordes. El olor a resina, a piña, a seco verano lo impregna todo y el ruido de las chicharras aturde. Nunca tuve la sensación de haber llegado a la cima. Sin embargo, la coronación de la aventura consistió en la merienda de chorizos, lomo de orza y pan artesano con que nos regaló mi tía victoria y que llevó durante el ascenso en una cesta de mimbre colgada del antebrazo.


La cochura del pan

Desde la semana anterior, mi tía Victoria tenía preparada la levadura envuelta en un trapo y guardada en un sitio fresco de la misma bodega. La levadura no era más que un pedacito de masa ya dura que había que deshacer ablandándola con vinagre y dejándola reposar toda la noche en un plato. Acabada la operación colocaba la artesa sobre una mesa y con un cedazo finísimo cernía la harina cargándolo con un plato una y otra vez y moviéndolo adelante y atrás a lo largo de la artesa hasta tener la cantidad de harina suficiente y estar lo suficiente empolvada ella misma por todo el cuerpo. Después deshacía completamente la levadura y la mezclaba con la harina, la sal y el agua y amasaba durante un buen rato. A la mañana siguiente cortaba con un cuchillo grandes trozos de masa y formaba los panes, grandes y orondos que tomaban un color pálido como de cera. Los distribuía en una tabla tan grande como la artesa . Los espolvoreaba con harina y los cubría con un lienzo limpio y ligeramente húmedo y allí esperaban mientras se calentaba el horno La bodega estaba impregnada de un olor ligeramente acre y el polvo de cerner la harina ya se había asentado sobre el suelo y los otros muebles de la bodega: la tinaja del vino, los trebejos de la matanza, las grandes alcuzas de aceite, sartenes de patas, calderos de cocer la cebolla , etc. El encendido del horno era un ritual que había que cumplir minuciosamente. Éste estaba integrado en el edificio del cortijo como una dependencia más y formaba parte de la bodega.
Desde fuera sólo se delataba su presencia por el respiradero para el humo que se abría a media altura de la pared. Este respiradero no era más que una piedra de la propia pared que se ponía y quitaba para regular la entrada de aire que hacía arder la leña, la salida de humo y calor cuando ya estaba encendido. Finalmente, cuando estaba inactivo se tapaba el agujero para que no entrasen sabandijas, especialmente culebras, muy aficionadas al horno en invierno ya que conservaba el calor por varios días. La leña para el horno la preparaba unos días antes mi tío Juanito fuera, en la tinada de las cabras si amenazaba lluvia o cerca de la puerta del cortijo. Llenaba el horno de leña casi hasta la boca y le prendía fuego colocando bajo el haz una piña ya encendida que, en pocos minutos hacía arder alegremente una hoguera que ocupaba todo el horno.. El olor de la hoguera llenaba todo el ambiente con aromas de resina de pino u oliva o roble. Arriba, en la bóveda del horno las llamas se retorcían hacia abajo hasta prender de nuevo sobre la leña y llegaban hasta salir por la boca y se enderezaban de nuevo hacia arriba amenazando el techo de la bodega. Yo, sobrecogido, me imaginaba al profeta Daniel condenado a arder en el horno y me costaba creer el episodio posterior de los leones. Daba un poco de miedo verlo, pero me esforzaba por ver entre las llamas a un ángel blanquísimo protegiendo al profeta, pero sólo lograba imaginarme ver un gran pájaro blanco chamuscado. Consumida la leña, mi tía victoria apartaba las brasas hacia un rincón del horno con un escobón de ramas de lentisco verde cogidas en el monte cercano y barría cuidadosamente el suelo hasta no dejar una mota de ceniza. Finalmente limpiaba la ceniza con unas tiras de trapos viejos humedecidas y atadas al final de un palo tan largo como el mango del escobón. Entonces, con la ayuda de una pala de madera, cargaba uno a uno los panes sobre la pala espolvoreada de harina y los colocaba ordenadamente dentro del horno tirando fuerte hacia atrás de la pala. El pan resbalaba y se quedaba inamovible en su sitio dejando buen espacio entre unos y otros pero de manera que cupiesen todos. Sólo cerca del montón de brasas dejaba un espacio libre para que los panes más cercanos no se cociesen demasiado rápidamente. Tapaba la boca del horno con una tabla algo irregular y además la cubría con un trapo para que no escapase el calor por las rendijas. Tampoco se podía olvidar de tapar con su piedra el agujero del humo. Para entonces, mi tía Victoria tenía la cara enrojecida por el calor y la frente llena de góticas de sudor. Después sólo quedaba vigilar de vez en cuando la cocción. El calor y el aroma del pan cociéndose formaban un solo elemento, ya no eran una sensación de calor y un olor juntos sino un aire que se respiraba, un ambiente en el que se vivía durante algunas horas y que después se iba disipando plácidamente como una tormenta de los sentidos. Cuando el pan había aumentado lo suficiente y casi se tocaban unos con otros, tomaba un color moreno y emitía un aroma a pan recién hecho que inundaba toda la casa y los alrededores. Entonces empuñaba la pala y comenzaba a sacar los panes eligiendo primero los más cercanos al montón de brasas, acercaba los más alejados o los cambiaba de lugar según su criterio. Así los dejaba enfriar sobre la misma tabla donde esperaron antes que se calentara el horno. Una vez fríos los guardaba en un arca que, cerrada, se cubría con un paño. El día de la cochura era un poco fiesta: el pan estaba tierno, tenía un olor especial y se comía con deleite. Pasados algunos días, el aroma , el sabor y la textura cambiaban al sentarse pero nunca llegaba a ponerse duro. Algunos viejos decían que preferían el pan sentado, quizá por justificar que no se pudiera cocer pan todos los días, que es conquista de la revolución urbana, o quizá porque realmente eran grandes entendidos en la materia.

La calera

Para hacer obras en el cortijo no se necesita más que cal y arena. La arena se recoge en el arroyo donde mi primo Pedro y yo vamos a bañarnos cuando lleva a beber a la burra. El ambiente fresco invita. Nos colgamos de una rama de sauce y nos dejamos hundir en la charca que a mí parece inmensa. Después nos regaña la abuela por habernos bañado como siempre. La cal hay que hacerla. Así que mis tíos Juanito y Genaro acondicionan la vieja calera, abierta por primera vez cuando se construyó el cortijo veinte años antes. Rehacen el entibado del fondo y acumulan un buen montón de piedras cerca de la calera. Eligen las mejores entre el monte y las transportan penosamente en parihuelas. Cuando tienen las suficientes las van colocando formando una bóveda por aproximación de hileras sobre el pozo cuidando de dejar una puerta para meter la leña. Cuando se cierra la bóveda rellenan el resto con más piedras hasta formar un pequeño montón sobre la cúpula. Llenan de leña el interior y le prenden fuego que mantienen un día y una noche ardiendo. Desde la puerta del cortijo veo las llamas rojizas que salen por la boca de la calera al anochecer. Al convertirse las piedras en cal, se vuelven blancas y pierden consistencia; la bóveda cede por el peso y se derrumba. Cuando se enfría, quitan las piedras de arriba, mal cocidas y poco a poco aparecen al fondo unas piedras blancas con vetas amarillas que se desmoronan fácilmente: es la cal. Durante algunos días siguientes a la construcción de la calera, mi primo Pedro y yo hicimos varios intentos de hacer nuestra propia calera a escala con pequeñas chinas, pero no sé si logramos cubrir la bóveda o hicimos una pequeña trampa ayudándonos de algunos palitos a modo de vigas para sostener la cúpula como hicieron mi tío Juanito y mi tío Genero.
Finalmente la obra consiste en agrandar una ventana, revocar parte de la fachada o reforzar la chimenea. Un montoncito de argamasa sobrante se endureció a la puerta del cortijo y allí permaneció durante muchos años. Encargó una ventana nueva al carpintero de Villarrodrigo, y le puso cristales nuevos, pero se olvidó de comprar las bisagras así que con las dos que tenía unió las dos hojas entre sí como un libro y empotró el conjunto en su marco.


La siega

La siega es una faena que no requiere gran preparación como muchas otras tareas campestres. Una noche alguien toma la decisión cerca del fuego pues hay fuego siempre en la chimenea, tanto en invierno como en verano porque hay que cocinar. Mañana iremos a segar el centeno. Nadie discute porque la decisión es la que corresponde por este tiempo y tanto da que sea mañana como al día siguiente. Así que muy temprano, se descuelgan las hoces de las vigas de la cámara, que están allí desde el año anterior, se sacan de sus fundas de cuero curvas como la hoja de la hoz y endurecidas por el paso del tiempo. Están cosidas a mano, con puntadas irregulares como los dediles, fundas de cuero para los dedos que cuelgan también de las vigas como racimos. Si se estima necesario como si no, las hoces se pasan por la piedra de afilar. Forma parte del ritual. La piedra de afilar está enfrente de la casa, a la izquierda y es una gran rueda de arenisca roja montada sobre un armazón de madera que tiene un depósito de agua en la parte de abajo. Con un pedal y una biela se hace girar la rueda que va pasando por el agua al girar y así se mantiene siempre mojada para hacer más fino el filo. Si hay mucho que segar vienen los tíos de los otros cortijos y los primos. Muchas labores estacionales se hacen en familia y se intercambian esfuerzos. Hoy segamos lo tuyo y mañana lo mío. Llegados al secano, se deja el hato y el barril a la sombra de una higuera y se empieza por la linde abarcando tres o cuatro surcos. A manojos se va cortando la mies. Con unas cañas se ata cada manojo y se van dejando al lado del segador. Cientos de manojos forman un haz que atamos los chiquillos o las mujeres: mi tía Victoria y mi tía Adela. Mi abuela custodia el hato y contempla atentamente la faena sentada sobre una piedra a la sombra de la higuera. Mi abuela Juana todo lo miraba atentamente, vestía siempre de negro y se movía lentamente como una sombra. En su faltriquera guardaba las cosas más secretas del mundo que yo me empeñaba en que me enseñara y luego resultaban ser botones de colores, el alfiletero de manera torneada, horquillas para el pelo, hilos y monedas antiguas. Aquel día también me empeño en segar como los mayores y enseguida me corto en la mano, cerca del dedo meñique, justo donde ha de pasar la hoz cuando se agarra el manojo a cortar. Disimulo para poder seguir pero alguien ve mis manojos enrojecidos; me quitan la hoz y se acabó la fiesta. Los haces se llevan a hombros a la era y acaban formando un montón más que regular. Se quitan las piedras sueltas, se arranchan los matojos que crecen entre el empedrado y se barre la era. Al día siguiente cuando me levanto, ya han deshecho los haces, extendido la mies y aprestado los aperos de la trilla: la yunta, el trillo, las horcas y las palas y una escoba. Antes de empezar se apalea la mies para aplanarla de manera que pueda sentarse bien el trillo y no la arrolle por delante entorpeciendo la marcha a este efecto, la parte delantera del trillo está curvada hacia arriba, y aunque esta parte no tiene dientes, cuando avanza parece una gran boca que se lo traga todo. Cuando no está en uso, el trillo siempre está de pie apoyado contra la pared para que no se le caigan los dientes al rozar con las piedra del suelo de la era. Estos dientes, otras vez los dientes, no son más que hileras de piedras de pedernal incrustadas en la madera. Entre las juntas de las tablas que componen el trillo se han introducido también trozos de hojas de sierra . En cada una de las esquinas del trillo hay una hendidura en la que se aloja una rueda de hierro en forma de disco que sirve para además para que en las calvas de la parva ruede el trillo sobre el suelo sin dañar los otros elementos de corte. En la trasera se proyecta hacia atrás un arco de hierro que también tiene una pequeña rueda al final que va revolviendo la parva. La primera vuelta es el comienzo de un nuevo ritual y el honor le corresponde al mayor de la casa, o sea, a mi tío Juanito. Mi tío Juanito, consciente de la importancia del momento se sube de pie sobre el trillo y arrea con decisión a las mulas que dan un fuerte tirón hacia delante y las hace girar cuidando que no se salga el trillo de la parva. Cuando se acostumbran a marchar siempre en redondo se serena la marcha y toma un ritmo regular. Cuando ya está suficientemente asentada la mies nos dejan subir al trillo a los chiquillos, pero sentados sobre una silleta baja al lado del que hace de gañán. A mi primo Pedro le dejan ya arrear solo porque es mayor y ha trillado el año anterior. Pero pesamos tan poco que no nos dejan mucho rato. Yo, sentado me aburro, así que cojo un palito y lo hundo en la mies para ver el surco que va dejando. Con cierta malicia, mi primo intenta sorprenderme así que arrea las mulas rápidamente y la fuerza centrífuga me hace rodar sobre la paja con silleta y todo, pero no me hago daño porque la paja amortigua el golpe. De vez en cuando a los chicos nos obligan a recoger los cagajones de las mulas en una cesta para que no los arrolle el trillo y se mezclen con el grano. Hay que hacerlo rápido, antes que te atropellen las mulas en su vuelta siguiente. Mientras tanto nos dejan manejar las horcas de madera blanquísima más grandes que nosotros y también con grandes dientes que a mi parecen los dedos de una enorme mano. Con ellas removemos la mies a discreción desde el borde de la parva y a veces nos aventuramos detrás del trillo hacia el centro donde uno puede estar a salvo durante unas cuantas vueltas mientras la yunta gira alrededor. En su conjunto el trillo aparece como una herramienta primitiva pero su eficacia no admite parangón: En pocas horas la parva está lisa, las cañas se han reducido a paja entre la que se adivina el grano que salta por la popa formando una pequeña estela.
Cuando está lista se amontona y se barre la era de nuevo. Mi tío Juan Manuel tira al aire un puñado de paja con su grano para saber la dirección del viento. Enseguida empezamos a tirar paladas de mies al aire, la paja se la lleva la brisa y va cubriendo la parte de la era hacia donde sopla de un polvo fino como nieve. Cuando ya no se ve el suelo, a una distancia prudencial colocan un buen rollizo de pino que detiene el vuelo de la paja para que forme un montón más concreto. La faena, facilitada por las brisas vespertinas, dura algunas horas hasta que al final quedan dos montones, uno pequeño de granos dorados y algo morenos y otro grande y blanco un poco más allá. Al anochecer, después de cenar mis tíos y yo nos aprestamos a dormir en la era al lado del trigo, más por tradición que por miedo a los ladrones. Acostado en un jergón miro las estrellas que tapizan todo el cielo antes de dormirme y a la mañana siguiente me despierto en la cama un poco irritado por que no me dejaron acabar la experiencia de dormir al raso. A la tarde cuando se separan las granzas del trigo empieza otro ritual nuevo: la cuantificación de la cosecha. Bajamos mi primo y yo la media fanega de la cámara y con las palas la llenan una y otra vez, yo soy el encargado de enrasar con un palo que paso por los bordes y de contar con cuidado cuantas veces se vierte en los sacos que luego se vacían en la troje. El resultado es siempre satisfactorio por escasa que sea la relación entre lo sembrado y lo recogido: la tierra es siempre generosa con el esfuerzo.


La vendimia

Un día mi abuela emprendió una tarea extraña: con una cerilla y una piedra amarilla se metió en la tinaja del vino que estaba volcada sobre el suelo de la bodega. Encendió la piedra y la dejó arder dentro durante mucho rato. La tinaja se llenó de humo acre y también parte de la bodega, así que ni me dejó entrar en la tinaja como yo quería ni estar más en la bodega. No es que me pareciera arte de brujería porque yo lo preguntaba todo así que supe que aquello era un ritual imprescindible para la elaboración del vino, ya que se acercaba la vendimia.
Esta consistió en bajar a recoger las uvas de las parras que crecían dispersas por las hormas de los bancales donde se sembraba trigo, centeno o pimientos y tomates. Recogidas las uvas en espuertas de esparto y cestas de mimbre, mi tíos las echaron en la artesa de amasar el pan. Se quitaron las abarcas, se lavaron cuidadosamente los pies y empezaron a pisar la uva. Naturalmente yo también me metí en la artesa pero mi poco peso ni siquiera hacer reventar los granos y además los raspajos de los racimos me hacían cosquillas en la planta de los pies. Después de un buen rato el zumo negro y espumoso rebosaba por los bordes de la artesa. Mi abuela lo recogía con un jarro de hojalata y me dio a beber un mosto dulce y espeso. Colaron el mosto y lo depositaron en la tinaja y ya no supe nunca nada más de él. Sólo que el mosto ya a medio fermentar me hizo sentir una extraña agradable sensación de felicidad que causó la hilaridad y el regocijo de mis tíos y de mi abuela. Cerca de las viñas crecían melocotoneros, ciruelos y otros árboles frutales siempre dispersos entre los bancales de olivos. Recogimos los melocotones y los albaricoques y los extendimos en zarzos de caña. Allí estuvieron secándose al sol por varios días hasta arrugarse y alcanzar el sabor agridulce más placentero que se puede obtener de la tierra que uno ha cultivado con sus propias manos.

EL FERRI

El Ferri

Un día, mi padre se fue a Madrid a comprar un bombo de Lotería. Un bombo grande, de hierro como los de verdad, de los que usaban en la Lotería Nacional, sabes, no sé si con cinco mil bolitas blancas de madera de boj con sus numerillos, claro. Bueno no sé si cinco mil, un montón, como para todo el pueblo, sabes. Se cambió el traje de pana cruda traída de Castuera por uno de paño y la boina negra por un sombrero de fieltro de ala corta. Colgó el guardapolvos azul de ferretero en la trastienda porque entonces cada profesión llevaba un distintivo, los carniceros un delantal verde a rayas negras y los dependientes una bata azul y yo no sé y cogió el autobús para Madrid, el único lugar donde se podía comprar algo así, me refiero al bombo, porque en la capital, ya sabes, esto no era nada entonces, no era como ahora con la Universidad y el Eroski. En la ferretería, los recién casados componían su ajuar de sartén matancera, batería de ollas y pucheros de porcelana de esa roja y vajilla de porcelana blanca, bueno que no era porcelana, sino un esmalte por encima, que era de hierro, y claro, cuando le daban un golpe se desconchaba, pero le decían porcelana, de aquellos platos blancos con el orillo azul que siempre tenían tres puntitos en la base, sabes, del trípode donde los ponían a cocer en el horno, para cocer el esmalte. Luego ya los hacían de colores, y hasta les añadían una flores, pero no eran igual. Aquellos eran más caros, sabes. Había azafates, palanganas con su palanganero de hierro forjado, la mínima expresión del arte de la forja, claro, que luego cuando se hacían viejos los pintaban con titanlux verde o con minio de plomo, de ese de las estufas panaderas. Todavía se pueden ver en algunos patios de macetero o algo así. Los más ricos no compraban esto, se llevaban un lavabo completo que vendían con el dormitorio, claro, nosotros no vendíamos muebles. Como no había cuartos de baño se instalaba al lado de la cómoda con su espejo abatible, su palangana de porcelana o de loza, esta vez auténtica y abajo entre las patas del artilugio tenía una base para el jarrón del agua, o no, para el cubo de desagüe, porque la palangana llevaba un tapón más o menos como los de ahora. Antonio, por otras dos cañas y danos una tapa mejor, hombre. También había estufas con sus tubos, que los tubos se vendían aparte, por metros, sabes, pero esto era después, que antes se arreglaban con la lumbre y allí ponían el puchero del cocido con su morillo detrás para que no se volcase. O la sartén de patas, y encima de las trébedes si era sin patas, porque las había de todos los tamaños, hasta esas grandes que llamaban matanceras, sabes, que hasta necesitaban un refuerzo en el mango, bueno unas pretinas de hierro que sujetaban la sartén al mango haciendo un arco. Antes eran de barro, los pucheros, digo, pero se rompían, y los de porcelana, aunque con desconchones, duraban media vida, bueno, hasta que estaban tan negros que no se distinguía aquel color colorado más que por el asa. Por dentro eran azules. Se llevaban de todo lo que se puede necesitar en una casa, bueno, lo que no se llevaban de casa de los padres al casarse, ollas, cubos de cinc y barreños, que tenían un aro al fondo que cuando se rompía el barreño era el aro mejor y más barato que se podía encontrar. Entonces ibas a Manolo el herrero y si se encontraba de buenas te hacía una guía a medida del aro con una barra de alambre grueso en forma de u, que podías andar con tu aro un kilómetro sin que se te parara ni se te saliera de la guía. Yo aprendí a hacerle un poco la pelota ayudándole a soplar el fuego de la fragua con un fuelle gigantesco colgado del techo que amenazaba con caerme encima, así es que tenía todas las guías que quería según el tamaño de los aros. A los demás chicos les gruñía o les decía que tenía mucho trabajo, pero a mí no porque además éramos vecinos. Manolo el herrero además era el electricista del pueblo pero muy rara vez lo vi trabajar en ello. A veces me iba con él a la fragua y observaba como hacías las herradura y los clavos de herrar, que entonces no los vendían ya hechos y luego ponérselas a las mulas sacando previamente los clavos gastados y recortándoles el casco con una herramienta especial para aquella tarea. Cuando una mula mordía o amenazaba con dar coces el dueño le daba en la grupa con un vergajo pero él les reconvenía y les aplicaba un cepo en el belfo. Para hacerme la guía ponía en la fragua el extremo por donde no estaba la u y cuando estaba al rojo vivo pinchaba la guía sobre un palito corto que le llevaba yo y cuando se enfriaba el hierro no se movía para nada. Al entrar la guía se quemaba la madera dejando un humo que olía según de qué manera se tratase. Yo era el único del pueblo que tenía siempre una guía con mango de madera. Entonces no había juguetes como ahora con el Mercadona y el Eroski, así que nos arreglábamos con el aro y el trompo, que necesariamente había que tirar al tejado acabado el verano, por los santos, porque teníamos una cláusula que nos obligaba: el día de los finaos, trompos y cuerdas a los tejaos. De los cubos también se podía sacar el aro, pero era más pequeño y era difícil de guiar, lo que pasa es que en una casa abundaban más los cubos que los barreños, sabes, bueno tú te acordarás igual que yo, así es que todo el mundo tenía más bien aros de cubo, porque se rompían más porque los barreños sólo se usaban para la matanza, lavar la ropa o bañarse los críos en verano. En cambio con los cubos estaban todo el día para arriba y para abajo con ellos, como no había cuartos de baño ni agua corriente...No era como ahora. Y bueno, nosotros porque teníamos pozo en casa, pero los que no tenían , siempre estaban entrando y saliendo con cubos y botijos. Mi casa siempre estaba abierta para que entrase quien quisiera, sin necesidad de dejar el mostrador para atender a fulanita o menganita. Cuando ya eran viejos los cubos se ataban a la cuerda del pozo y se dedicaban a sacar agua poniéndoles en una oreja del asa unas cuantas tuercas gordas para que se hundiera bien de ese lado. A veces se rompía la cuerda, sabes, y el cubo se quedaba en el pozo. Entonces había unos garfios que se arrastraban por el fondo girando en torno al pozo para sacarlo. Siempre se sacaba el cubo, oye, no sé cómo pero siempre acababa saliendo y además lleno de agua, claro. También vendíamos en la ferretería garfios de aquellos, como anzuelos gigantes pero sólo cuando se quedaban también en el fondo del pozo con el cubo, o sea, casi nunca. Cuando un cubo se jubilaba del pozo se le quitaba el aro, y hala, a correr por todo el pueblo. Hasta hacíamos carreras y entonces se llenaba la calle de aquel chillido que producía la guía rozando con el aro. Yo tuve una vez el aro más grande del pueblo. Era un aro de aluminio que se abría y se cerraba porque era para sujetar la tapa de uno de aquellos bidones de cartón que venían llenos de leche en polvo. Por el sistema de cierre sólo podía conducirse en una dirección, porque si no se enganchaba en la guía y cada vez que pasaba el cierre por la guía hacia un clic así que hasta podía contar las vueltas, sabes, bueno, perdona pero es que en cuanto me tomo tres o cuatro cañas me da por hablar y no paro. A lo mejor te aburro. Bueno, esto lo sabes tú como yo. Antonio, pon otras dos cañas, tampoco hemos bebido tanto. Luego había cosas que sólo compraban los hombres, sabes, cuerdas de esparto primero y luego de pita o mazos de pita sin trenzar, que luego eran las mujeres las que se dedicaban a hacer la pleita . En mi pueblo se hacía la cuerda hacia atrás pero yo sé que en algunos sitios se hace hacia delante, es curioso, no, lo mismo que el punto, aquí lo hacían con las agujas por debajo de los brazos pero en México lo hacen con las agujas por encima. Pero bueno, eso era las mujeres; los hombres se llevaban rejas de arado primero y luego ya de cultivadores para tractor, tornillería de todas clases, bueno tú no sabes la de clases de tornillos que puede necesitar la gente, sobre todo si ya tienen tractor, que antes la reja se calzaba con una simple cuña de encina, toma, quieres un pito. Además había tela metálica de esa de hexágonos para los gallineros y otra fina para hacer mosquiteras o para las fresqueras, que se sacaban de noche al patio, como no había neveras... No era como ahora, bueno nosotros ya las vendíamos hechas, de madera y tela metálica, con una puerta, sabes. Ah, y luego estaban las planchas, sabes, como duraban siglos no se vendían muchas, pero había muchas clases, una que se ponían directamente al fuego y que había que limpiar antes de cada planchada, hasta que se enfriaba. Luego había otras barrigonas, que parecían trasatlánticos con su chimenea, que encerraban las ascuas dentro, como dragones y que suponían un avance enorme, no técnico porque seguro que las usaron los romanos, sino del poder adquisitivo. Así que las mujeres, cargadas de hijos como estaban, fíjate que nosotros éramos tres y eso que no éramos gente del campo, porque nosotros éramos del comercio, a nosotros, bueno, yo, en mi pueblo soy el ferri, lo mismo que mi padre, y ahora el imbécil de mi cuñado. Las mujeres, digo, sólo podían planchar de noche, cuando los críos estaban en la cama, y en la lumbre sólo quedaban las brasas que eran lo bueno para la plancha transatlántica, ya sabes, quitándoles bien la ceniza, que si no manchaban la ropa porque se les caía por los ojos de buey que tenía abajo sobre la suela. Los agujeros eran para que entrase el aire y no se apagasen las ascuas. Estaban bien pensadas. Eran ya un instrumento tecnológico, chico. Una ropa que olía a romero y a humo de encina. No sé, creo que el calor de aquellas planchas se conservaba toda la semana que duraban las sábanas y luego se mezclaba con el calor corporal ganando matices incluso los de las poluciones nocturnas como decían los marianistas, que invariablemente se producían al primar día de estrenar las sábanas; creo que aquel olor estimulaba el erotismo, bueno el autoerotismo, ya sabes. Sin embargo aquellas sábanas no olían igual que las que usábamos en los marianistas, y eso que nos las llevábamos planchadas de casa. Bueno yo les llamo transatlánticas porque me parecían un barco de vapor de aquellos de tiempo del Titanic, con su chimenea y todo, una chimenea gordota y torcida en ángulo recto, no como la de los barcos que la llevaban inclinada hacia atrás para arrastrar mejor el humo, el viento digo, quiero decir que el viento arrastrase mejor el humo, vaya. Eran negras y tenían un perfil como la proa de los barcos, potentes y como capaces de navegar por las sábanas durante millas y millas; a veces hasta soltaban una bocanada de humo para gran espanto de mi madre. Sección aparte la formaba la esportillería de goma negra, moldeada por fuera como imitando el esparto, pero sin aquel brillo de oro viejo que alcanzaban con el tiempo las auténticas espuertas de pleita. Cuando dejaron de hacérselas ellos mismos, se inventaron las de goma. Y, bueno, cuando hubo excedentes de caucho, ya sabes, Manaos, Fitzcarraldo y todo aquello, que se hacía planchar los cuellos y los puños en París para ir a su propio palacio de la ópera en medio de la selva. Joder qué cosas han pasado, ya no pasan cosas así. Se apilaban en un rincón formando torres, las espueratas digo, las más grandes abajo para que no se cayeran, lo mismo que los cubos y los calderos. Las más gordas eran las de los capachos, sabes, los capachos de la aceituna, pero sólo se sacaban en invierno. Pero capachos, espuertas, esportillas, seras y serones de esparto fueros sustituidas poco a poco por el universo del caucho, con lo bucólicas que resultaban las aguaderas encima de las albardas o a los lados del porta de la bicicleta, pequeñitas para llevar el cántaro del agua o el botijo a la siega y la merienda y la bota. Pero de lo que un ferretero se podía sentir más orgulloso era de la cajonera de detrás del mostrador, sabes; detrás del mostrador se clasificaba la ferretería en cajones innumerables, cada uno con una muestra del objeto que contenía en el frontal, a veces haciendo de tirador mismo y debidamente atornillado como quedarían en su sitio. Si buscabas bisagras tirabas de un pomo y aparecían cuatro tamaños de bisagras porque además se organizaban por tamaños, así es que era muy fácil encontrar cualquier cosa. Luego, los días de mercado se sacaban a la puerta las cosas que estorbaban el paso de los clientes o se colgaban en el dintel como reclamo cazos, espumaderas y candiles de bronce o de latón con aquel brillo que encandilaba a las mujeres. También los había de hojalata, para los más pobres, con una pantallita detrás de la torcida para que alumbrara más. Ah, y los almireces; el almirez era el mejor regalo de boda, puesto en su almirecera, de madera labrada con su mano debajo. Pero bueno, lo más heoico era cobrar las cuentas. Con el cuaderno se llevaba la contabilidad de cada uno, unas veces te daban dos reales, otras una peseta, pero no era forma, sabes, para pagar un ajuar se podía tardar tres años , había que estimularles al pago de la forma más regular posible. Así es que a mi padre se le ocurrió lo del bombo, sabes, toma, fuma de éste, que es mejor. Lo pagaban en cuotas mensuales que mi hermana como hija del ferretero, bueno le llamaban el ferri, a todos nos lo decían, bueno nosotros ya hemos perdido el nombre porque nos dedicamos a otra cosa, fíjate, yo entré en el Seminario y ahora me dedico a esto y como en verano viajo pues ya casi no voy al pueblo y ella ya está casada así es que ahora el ferri es el imbécil de mi cuñado, sabes, pues ella, cuando estaba soltera llevaba la contabilidad, un cuaderno de esos de gusanillo, no iba a estar vendiendo cosas en el mostrador; llevaba la contabilidad en el cuaderno, bueno la lista de los parroquianos y las cuotas de cada uno, y entonces iba de casa en casa intentando cobrar y a veces se juntaba con la criada del médico que también iba de casa en casa a cobrar la iguala, pero si cobraba uno no cobraba la otra, así es que, que si no tengo, que si mi marido está en Suiza, no se les podía presionar mucho porque también había que estimularles a que siguieran comprando aunque fuera a crédito porque como había tan poco dinero, sabes, no era como ahora, con Mercadona y el Eroski, que vienen los fines de semana con la furgoneta y cargan para todo el mes. Luego se fueron familias enteras a Barcelona o a Bilbao y allí se quedó el cuadernillo con las cuentas. Antonio, ponnos otra, coño, que no estás en lo que estás. Bueno, pues se le ocurrió lo del bombo, un bombo de verdad como los de la lotería de verdad y para que siguieran comprando, durante todo el año, por cada compra, les daba unos puntos si eran del pueblo, que si eran forasteros no, y luego, cuando se acercaba la Navidad, al llegar a los cinco duros o yo no sé cuanto, según lo que debiera cada uno, cambiaba los vales por una participación de su lotería. Así que, todos los años, el ferri, mi padre, el dieciocho de diciembre sacaba a la plaza del pueblo su bombo con sus cinco mil bolas de madera de boj y con la expectación que te puedes imaginar en aquellos tiempos... si en mi pueblo había cinco aparatos de radio, celebraba el sorteo , sabes; si el afortunado tenía la deuda saldada cobraba el premio, si no, los fondos la cancelaban y se quedaba sin cobrar, pero sin deudas. Bueno , a lo mejor les regalaba un cazo o un puchero. Yo no sé si era legal, pero tampoco me lo planteo. Aquellos tiempos no eran como ahora.

Friday, June 30, 2006

Caleidoscopio


Caleidoscopio

La primera noche que pasamos en aquella casa se congeló el agua en la garrafa y las jarras y no hubo manera de hacer el café para desayunar. Al despertarnos había caído una nevada que impedía salir a la calle y caminar por el huerto, sobre todo por la pena que daba romper aquel manto blanco que cubría todo el pueblo y cualquier sitio al que se mirase. Aquello fue como un recibimiento prometedor ya que en los diez últimos años, en los dos sitios que habíamos vivido anteriormente nunca cayó más que la suave escarcha de cualquier invierno.
Sin embargo salimos a la calle a ver la nieve. Había pequeños corrillos que comentaban las hazañas de los que habían salido temprano a rastrear liebres y los que intentaron viajar en coche por la carretera de La Ossa.
Como dedicamos el resto del día a instalar muebles y enseres no tuvimos mucho tiempo de ver nuestra nueva residencia, así que, al día siguiente, aprovechando que no había gran cosa que hacer nos dedicamos a examinar la casa. En la planta baja tenía sólo dos habitaciones, una a cada lado del pasillo que se abría a la puerta de entrada; una hacía de cocina y otra de sala de estar y comedor. Esto era evidente porque allí estaba ya el sofá , la mesa y alguna sillas. La cocina se identificaba por el fogón de butano que mi madre había dispuesto sobre una mesa pequeña con la bombona al lado, pero no había otros muebles salvo barreños de plástico o lebrillos llenos de platos, cubiertos y vasos al lado de las garrafas de agua congeladas. Andando el tiempo, esta cocina provisional adquirió el estatuto de definitiva por la dificultad que entrañaba que la verdadera estuviera en la entreplanta. Al final del pasillo había a la izquierda una puerta que daba al huerto y a la derecha comenzaba la escalera que llevaba a la entreplanta donde se encontraba el cuarto de baño y la puerta de la auténtica cocina con su chimenea desde donde se entraba a lo que iba a ser mi dormitorio durante algún tiempo. Unos escalones más arriba se encontraba la planta de arriba con dos dormitorios más, el de mis hermanas y el principal, en el que se instalaron mis padres. Estas dos habitaciones daban a la calle, como las dos del piso de abajo mientras que la cocina con chimenea y el dormitorio tenía pequeñas ventanas que daban al huerto. El huerto contaba con una pequeña explanada y un canal de agua corriente que discurría a lo largo de toda la fachada hasta esconderse por bajo el ala de la casa donde estaba el cuarto de baño y la cocina con chimenea y justo junto a la puerta de la cuadra, ahora sótano como supe después.
Más allá de la explanada y limitada por plátanos gigantescos y algunos chopos, se extendía un auténtico bosque de álamos altos y delgados cubiertos de líquenes como los mejores robles que apenas dejaban ver más allá del huerto, macizos de arbustos más bajos y hierbas de todas clases que habrían hecho las delicias de una manada de cabras. Con la nevada, el huerto parecía un belén gigantesco aunque un poco inquietante por la espesura de troncos negros, algunos caídos y cubiertos de nieve, las zarzas y enredaderas que lo llenaban todo y la ausencia de camino o vereda que le diera estructura de huerto y no de bosque de cuento de miedo que era lo que más parecía. Lo más interesante de la explanada era que buena parte de ella estaba ocupada por un tronco de nogal que alguien había abatido y por su tamaño no pudo tronzar jamás hasta que en primavera mi padre y yo nos procuramos una sierra de aquellas que se manejan entre dos personas y lo redujimos a pedazos que cupieran en la chimenea. Más tarde limpiamos la explanada de piedras y escombros, la allanamos y pusimos una balaustrada con troncos de álamos recogidos del huerto y usando los chopos y algunas estacas como candeleros. En primavera y verano los árboles se pusieron tan frondosos que no llegaba el sol al suelo.
Lo siguiente que inspeccioné fue el sótano. Tenía una vieja puerta de madera encalada lo mismo que la pared como correspondía a una habitación que había sido la cuadra. Al marcharse los propietarios o quizá mucho antes la habían habilitado como trastero y estaba llena de muebles pequeños y objetos cubiertos de polvo y telarañas. Entre todo ellos llamaba especialmente la atención un baúl o arca de madera sin pintar ni barnizar que enseguida me dispuse a abrir con gran curiosidad. Había paquetes de postales que miré una a una, cartas personales atadas con la típica cinta azul que leí con mucho gusto, un caleidoscopio de cartón, llaves y otros objetos personales. También había una edición sin pastas de Pimpinela Escarlata que puede a un lado.
Al mirar por el caleidoscopio aparecieron las maravillosas formas que se suelen ver en esos artilugios y que parecen cristales de nieve de mil colores pero poco a poco empezaron a figurárseme caras con peinados antiguos y luego escenas con personajes que enseguida comprendí que no eran más que los remitentes y destinatarios de aquellas cartas y tarjetas postales que estaban empaquetadas en el arca. Allí estaba Manuela Chaparro, sentada en una silla baja con la mano derecha apoyada en la rodilla mirando fijamente a la cámara como consciente de que aquel era un momento trascendente porque mediante la fotografía quedaría fijado para siempre. Tenía la expresión serena, sin duda porque sabía que Antonio Capdevila recibiría aquella fotografía en Barcelona donde se encontraba y comprendería que su espera era sosegada, firme y constante. Cuando el fotógrafo le dijo “ya está, Manuela”, se levantó de la silla, la arrimó con cuidado a la pared encalada y preguntó “para cuándo” .”La semana que viene, Manuela, que todavía tengo que retratar a los de La Ossa y el Bonillo y son muchas fotos que revelar” El fotógrafo plegó el fuelle de la cámara, se la colgó al hombro y se puso bajo el brazo el caballo de cartón que llevaba como reclamo para fotografiar a los niños. A las pocas semanas, Antonio Capdevilla, mientras tomaba un vaso de vino en un bar de la barceloneta, sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre , miró la dirección y el sello con la figura de un joven militar un poco rollizo e intentó descifrar el matasellos. Luego miró del dorso del sobre “No te fijes en la letra ni tampoco en la escritura, fíjate en quien lo escribe, que te quiere con locura”, leyó. Sonrió levemente y sacó la carta doblada en cuatro pliegues y la foto troquelada de Manuela. La miró sin curiosidad, la puso sobre la carta y el sobre y rasgó todo en cuatro pedazos que tiró por detrás de la barra. Ya no recuerdo qué pasó con el caleidoscopio pero sí recuerdo a la reaccionaria Pimpinela Escarlata y una frase en latín que decía una dama : “Abrenuntio, sir Percy”.


Sunday, June 04, 2006

Cuento para Javier


Cuento para Javier Venteo , que muy pronto aprenderá a leer

Hace mucho, mucho tiempo vivía en un pueblecito de Lombardía, que es una parte de Italia, un carpintero ya viejecito y con el pelo blanco como nuestros abuelos. Se llamaba Gepeto y vivía solo porque no tenía nietos. Algún tiempo antes había construido en madera un nieto al que llamó Pinocho pero ahora vivía en un pueblecito de la costa y se dedicaba a la pesca en una barquita azul y vela roja que también le había construido su abuelo. Como la pesca es un trabajo duro sólo podía venir a ver a su nieto algunos domingos. Así que se sentía solo y aburrido como antes de tener a Pinocho.
Un día decidió construir algo que le acompañase, pero no podía hacer de nuevo un muñeco, así que fabricó un reloj. Un reloj de madera, un reloj de esos de pared que tienen forma de casita tirolesa adornada con hojas también de madera y que por una ventanita aparece un pajarito de vez en cuando y dice cucú algunas veces y luego se esconde rápidamente tras la ventanita. Un reloj de ésos fue lo que fabricó. Le quedó igualito igualito que los que se pueden ver en la casa de algunos de nuestros abuelos. Le dio cuerda tirando de la piña aquélla que tienen colgada de una cadena, lo probó y a cada rato salía el pajarito y decía cucú. Todo parecía funcionar. Sin embargo, se dio cuenta que algo fallaba : aquel reloj en vez de caminar hacia delante, lo hacía hacia atrás, es decir, en vez de contar las horas, las descontaba; así que después de comer no caía la tarde sino la mañana y al poco rato no anochecía sino que amanecía. Gepeto sabía que había cometido un pequeño error. Todas las ruedas del reloj, porque debéis saber que los relojes antiguos sólo son un montón de ruedas que giran enganchadas unas con otras, todas las ruedas las había puesto al revés. Se podía arreglar fácilmente poniéndole al reloj las agujas y los números en la espalda o dando la vuelta a todas las ruedas. Pero aquello de que después de comer viniera la mañana y despues de cenar amaneciese le pareció divertido. Así que decidió dejarlo así y lo colgó en un sitio importante de la pared: exactamente sobre el sofá, al lado de una foto de Pinocho cuando todavía era de madera y tenía una nariz normalita, ni larga ni corta.
Bueno, algún entretenimiento le proporcionaba el reloj, pero necesitaba un amigo con el que conversar, porque aquél pajarito, le preguntase lo que le preguntase siempre contestaba cucú. Estaba tan aburrido como antes. Un día salió de su casa y se dirigió caminando caminando al bosque de Caperucita Roja. Él sabía que a un lado del bosque estaba su casa y al otro la casa de su abuelita, pero no esperaba encontrar a nadie, así que siguió caminando distraídamente. Pero al doblar un recodo del camino se encontró una cesta en el suelo. Estaba volcada hacia un lado y cerca había un tarro de miel y un pastel. Ya me esperaba algo como esto, pensó Gepeto. Se puso a recoger las cosas de la cesta y se dio cuenta de que también había una manzana. Una manzana de esas que son rojas por un lado y por el otro blancas y tienen un aspecto tentador; de hecho, estuvo a punto de darle un mordisco, pero no lo hizo porque inmediatamente se dio cuenta de que era una manzana sospechosa. Tate, dijo, esta manzana la conozco yo. Esta manzana es también una manzana de cuento, como mi Pinocho, ¿pero de cuál? Ya está, dijo, es la manzana de Blancanieves. Se llevó la cesta bajo el brazo y siguió caminando. Al poco rato se encontró una señora que llevaba un sombrero negro y grande y una saya también negra bajo la capa. Tenía las uñas largas como garras y la nariz tan larga y torcida hacia abajo que parecía que se la mordería con el único diente que asomaba entre los labios. Con una de aquellas manos de dedos largos y huesudos agarraba un espejo de plata en el que no dejaba de mirarse. Espejito, espejito, ¿quién es la más guapa del reino? Decía. Bueno, pensó Gepeto, ¡a ésta también la conozco yo! Como era la única persona que vio aquel día Gepeto se sintió contento. Después de todo había salido a buscar amigos así que le dijo “ Buenos días, señora “. “ Buenos días , Gepeto”, le contestó la dama. Ah, ¿pero me conoce? . En los cuentos, todos nos conocemos, ya lo sabes. Tú también sabes quien soy yo, ¿a que sí? Preguntó la bruja. Bueno... algo me resulta familiar señora bruja, dijo Gepeto. Mira dejémonos de rodeos, como ya nos conocemos podríamos compartir esa manzana tan rica que llevas en la cesta. Gepeto se lo pensó un momento, porque sabía que aquella manzana era un poco rara, pero bueno, en los cuentos no siempre pasa lo que se espera que pase. Así que dijo bueno, vayamos a mi casa y allí seguimos charlando y merendamos a la lumbre de la chimenea. Cuando se sentaron a la lumbre, Gepeto sacó su mejor cuchillo del cajón de la mesa y partió la manzana por la mitad; dio un trozo a la vieja dama y mordió el otro. Al principio le pareció un poco amargo, pero luego, como vio que la bruja hacía lo mismo volvió a morder con más confianza. Entre bocado y bocado se pusieron a hablar de cuentos. ¿Te acuerdas de aquél gato que calzaba botas? ¡Ah, sí, claro que me acuerdo! ¡Pues anda aquel rey que llevaba un traje invisible, que torpe! Yo los dos estallaron en carcajadas. A pesar de la charla, Gepeto se dio cuenta de que cuantas más veces mordían más grande era el trozo de manzana, que la bruja era cada vez más guapa y más joven, que sus manos tenían menos arrugas y su propio pelo era menos blanco y sus ropas más nuevas. Los dos eran más jóvenes y más guapos. Entonces, Gepeto miró de soslayo al reloj y vio que la aguja de los minutos dio un saltito hacia atrás. En eso mismo momento salió el pajarito y dijo “cucú”. Gepeto le hizo un guiño con el ojo izquierdo y se escondió rápidamente cerrando tras de sí su ventanita de madera. Y colorín colorado, este cuente se ha acabado.

Carta apócrifa a Irina Alonso

Carta del padre a la hija que no es hija o del padre que no es padre

Querida hija:

Te envío esta carta de cumpleaños a requerimiento tuyo ya que tu padre auténtico no lo ha hecho y dado que creo que el fin de la cartas es recibirlas y no enviarlas. Al saber yo que no recibirías tu carta me brindo a ser el padre apócrifo de la carta apócrifa que sin embargo cumplirá su función de ser recibida. En fin, a ver cómo queda.

Querida hija:
Una vez más te envío tu carta de cumpleaños que ya sé que es el único regalo que esperas recibir aunque te hago otros que no esperas porque para eso están los regalos, para dar sorpresas. Como creo que es mayor sorpresa recibir una carta apócrifa que una carta auténtica, te envío una apócrifa (que no es lo mismo que falsa), cosa que muy pocos reciben, tanto como carta como regalo, con lo cual espero que tu cumpleaños sea mucho más cumplido.

Querida hija:

(Aquí empieza realmente la carta)

Querida hija, digo:

Tengo que decirte necesariamente que tengo un problema contigo y es que he llegado a la conclusión de cada vez te conozco menos. Esto no es debido a que yo sea un padre apócrifo que escribe una carta auténtica o un padre apócrifo que escribe una carta apócrifa, que esto no lo sé bien, pero no me importa demasiado, sino al hecho de que cada año que cumples eres más tú misma y por tanto, te pareces menos a la hija mía que eras el año anterior. No es que quiera decir que me pareces menos hija mía sino que eres más hija y menos mía y ahí de quién seas hija ya cuenta menos. A ver si me explico, sería como si cada vez más fueras más hija de ti misma, o sea, hija de tus propios actos, de tus propias decisiones y deseos. En este sentido creo que cada vez más yo soy también menos responsable. Esto, aunque no lo parezca, no es ninguna banalidad porque cuando uno tiene un hijo la carga de responsabilidades que conlleva le aliena a uno hasta el punto de que ya no es sólo persona, sino padre, incluso algunos dejan de ser persona para ser sólo padre (aunque esto le ocurre más a las madres) y la liberación que supone ser cada vez menos padre y más persona es una perspectiva bastante halagüeña. Lo mismo pasa con los hijos que cada vez son menos hijos, que es lo que te pasa a ti año tras año y de lo que me congratulo.

Querida hija:

Si estás de acuerdo en estos términos creo que podemos llegar a un acuerdo más: no es que yo crea que andando el tiempo y los cumpleaños lleguemos a ser auténticos desconocidos, pero sí que llegaremos a vivir con total autonomía, así podemos irnos entrenando para cuando esto suceda. Lo que te propongo es que la próxima vez que nos veamos nos saludemos como si fuéramos totalmente desconocidos, nos presentemos formalmente y nos propongamos una cita para otro día para conocernos mejor de manera que podamos establecer una relación independiente de las relaciones padre-hija como corresponde a dos personas que no sólo son sino que están obligadas a ser autónomas porque todos loas años cumplen los años y son cada uno de ellos cada vez más él mismo.

Querida hija:

¿Qué te parece?


Querida hija:

He pensado que si aceptas mi propuesta y profundizamos en nuestro conocimiento mutuo y hay química y tal a lo mejor acabamos estableciendo una relación de pareja tipo padre-hija, hija-padre. Sería una innovación maravillosa en relaciones humanas. Y, fíjate, al final cuando ya estuviese todo muy consolidado quizá te escribiera cartas auténticas cada día de tu cumpleaños.

Noticia antigua que habla de Leoncio

El Cpr de Ciudad Real, fuente de milagros bíblicos

Ciudad Real 10 .20. (De nuestro corresponsal en la Red de formación)
Se ha sabido de fuentes generalmente bien informadas que el CPR de Ciudad Real, una vez más ha sido iluminado por el verbo trascendente, como le suele suceder dada su proximidad a las altas esferas. Todo sucedió cuando Leoncio Venteo, mente preclara en el perfil de TIC agarró la maleta de herramientas y se dispuso a reparar el fax. Tras pequeñas maniobras con alicates y destornillador, sucedió que el fax se dirigió oralmente al susodicho técnico en perfecto castellano a imagen y semejanza de la zarza ardiente del pasaje bíblico y le conminó a abjurar de sus ideas disolventes sobre la implantación del software libre entre los usuarios de Nuevas Tecnologías. Espantado ante el manifiesto milagro, se arrodilló ante el fax y congregó al resto de asesores para contemplar el evento y reflexionar sobre la conveniencia de organizar una oración de desagravio a su santidad Bill Gates. Acabado el parlamento del fax, éste comenzó a funcionar perfectamente.

Thursday, April 06, 2006

Desocupado lector...

Desocupado lector:
Doy por supuesto que si estás leyendo es porque estás desocupado, es decir, que entiendo la lectura como puro ocio. Lo mismo da que yo sea una persona que vive en el siglo XVII que en el XXI. Sin embargo, es muy relevante cual sea mi oficio. Pienso que la lectura es puro ocio porque soy escritor y lo más apropiado en estos mis tiempos para entretener el ocio es la lectura de lo que entendemos por literatura, que, si no me da de comer quizá andando el tiempo y llegado el siglo XXI me dé la gloria que no me dieron, aunque conocidas, las campañas de Italia o de Lepanto, que tampoco de comer me dieron. Digo que la lectura es lo más apropiado para entretener el ocio si se persigue no sólo el contento del cuerpo sino del espíritu, que la lectura proporciona este contento porque satisface la curiosidad, enriquece el conocimiento, fortalece la moral y aviva el entendimiento. No seré yo quien desdeñe, amigo desocupado, todas aquellas acciones encaminadas a producir el contento del cuerpo como los juegos callejeros, las músicas y bailes que en bodas y reuniones de vecinos procuran las folías, zarabandas, gallardas y canarios y otros como los villancicos, polvicos, gambetas, y guineos y todos los otros bailes de cascabel siempre que no estén prohibidos como suele pasar por ser ejemplo poco edificante de costumbres libertinas. Pero, en resolución, amigo, si estás desocupado, procura en adelante estarlo más para poder leer aunque en estos tiempos en los que hasta los diablos son poetas o escritores y aun todos los poetas son diablos y se dan a la imprenta miles de títulos, pocos son los que leen, muchos los que escriben y más los que entretienen el ocio haciendo lo que no deben.

(Del prólogo de una edición antigua del Quijote sin lugar ni fecha de impresión que encontré en casa de mi abuela. Por la encuadernación parece que es del siglo XVIII)

Piratas

Un día vi a un pirata que llevaba un niño de la mano hacia su habitación alquilada en un edificio viejo del puerto. Estaba casi anocheciendo e iba envuelto en su gabán in tentando protegerse del viento. Caminaba a grandes zancadas por el barrio de los pescadores a orillas del mar. Cuando un pirata lleva un niño de la mano siempre es su sobrino porque los piratas nunca tienen hijos ni nietos puesto que no se casan nunca. La razón es que sus mujeres no pueden viajar con ellos en el barco y pocos días de su vida están en tierra. Así que un barco de piratas siempre es un barco lleno de hombres. Ellos se lo pierden. Como muchos piratas tienen una pata de palo y es muy difícil que ningún carpintero se la haga igualito igualito de larga que la de carne y hueso, todos los piratas con pata de palo cojean un poco. Así que todo niño que va de la mano de un pirata tiene que cojear también un poco para que los pasos de los dos sean iguales. Lo mejor es entrenarse un poco antes para no hacer el ridículo. Por ejemplo, se pone la pierna derecha todo lo tiesa que se pueda como si fuera de palo y se intenta andar como si nada. Hay que vigilar que no se doble por la rodilla, porque entonces no se cojea como un pirata, sino más bien como un pato mareado. En fin, si falla se repite otra vez un rato hasta que salga bien. Eso es entrenarse. ¿Adónde va un niño de la mano de su tío el pirata? Pues puede ir a varios sitios: al puerto, a enseñarle su barco, con su dos palos y su velas recogidas en las vergas, puede subirlo sobre un cañón como si fuera un caballito galopando sobre el mar e incluso agarrarlo en brazos y encaramarlo por los obenques a la cofa del trinquete. ¡Tío que me caigo! “Ningún sobrino de un pirata con pata de palo que valga más de un penique se cae sobre la cubierta”, le contesta su tío el pirata. “ No mientras mi pata de palo eche flores” Los piratas trafican con peniques y no con euros porque manejan dinero inglés cuando no se trata de monedas de oro. Cuando las monedas son de oro hablan de doblones, que eran unos antiguos euros españoles gordos como medallas de obispo. También bromean mucho con que su pata de palo eche flores, hojas e incluso manzanas. Pero hay una cosa que aterroriza a todos los piratas con pata de palo y es que la pata eche raíces. Con eso no sólo no bromean sino que no se quedan de pie mucho rato en ningún sitio, así que cuando no están andando o bailando se mueven como nerviosos o como esos gigantes que van sobre zancos en las fiestas de la plaza. Cuando un pirata sube con su sobrino a los más alto del trinquete le enseña a ponerse la mano en la frente para hacer de visera y mirar muy lejos, a guiñar un poco los dos ojos para agudizar la vista y distinguir detalles de otro barco o una isla lejanos o el chorro de vapor que lanzan al aire las ballenas. Luego lo baja también brazos hasta el castillo de proa descolgándose por el amantillo del juanete, saltan por el bao hasta el arranque del bauprés y le sienta bonitamente en la corona de Neptuno que a menudo conforma el mascarón de proa como si fuera un polluelo en su nido. El niño tiene que preguntarle a su tío el pirata casi obligatoriamente, tío, ¿la corona es de oro? y el pirata tiene que responderle que sí, que Neptuno sólo lleva coronas de oro porque es el Rey de los siete mares, y luego el sobrino le pregunta ¿tío, puedo yo ser rey de los siete mares? Y el pirata le tiene que responder también obligatoriamente: “claro que puedes, pero primero tienes que ser pirata como yo.” ¡Y cuando será eso, tío?, pregunta el sobrino. Cuando conozcas por su nombre cada una de las piezas de este barco, desde la punta del bauprés hasta el fanal del espejo de popa y cuando conozcas el nombre de cada cabo desde el amantillo de la bandera hasta los cadenotes del moco, responde el pirata. Y además tendrás que hacer en menos de un segundo cada uno de los treinta y cuatro nudos marineros que son necesarios para envergar una vela. Entonces tendré que estudiar mucho, dice el sobrino. “Mucho” responde el pirata. Y así se están un rato mirando el mar y la gente que pasa por el puerto con su carros de cajas de pescado, las señoras con sus canastas bajo el brazo llenas de frutas y verduras y las tiendas de lienzo para las velas y las tabernas donde cantan y beben ron , eso sí, con moderación, todos los piratas que en el mundo han sido y que por una vez en su vida pasaron sin pena ni gloria por aquel puerto.
Cuando ya se hace de noche, el pirata le dice a su sobrino, “vamos abajo, que te voy a enseñar una cosa”. Entonces, el pirata, agarra dela mano a su sobrino , abre la puerta del tambucho de popa y entra en la camareta del capitán, enciende todas las velas del candelabro que hay sobre la mesa y aparece la habitación más maravillosa del barco, con sus amplios ventanales que dan al espejo de popa, sus instrumentos de marear, su globo terrestre, la caja del catalejo, la percha del guacamayo que habla latín, las cartas marinas y todo aquello que un pirata necesita para vivir como un rey de su reino de madera. Pero lo mejor de todo esto, dice el tío pirata es lo que contiene este cofre. Entonces pone un cofre grandote sobre la mesa con mucho respeto y lo deja allí sin tocarlo. El sobrino del pirata le pregunta casi obligatoriamente, Y ¿qué es lo que tiene, tío? Y el pirata le responde también casi obligatoriamente: Mira, ahora es un buen momento para averiguar si puedes llegar a ser algún día un pirata tan famoso como yo. ¿Y cómo lo vamos a saber? ¿Sabes lo que haremos? Yo me volveré de espaldas y si tienes el valor suficiente abrirás el cofre tú solo y sabrás lo que contiene. Después lo cerrarás como si nada y nunca más hablaremos de él. Si haces esto, tú sabrás si puedes llegar a ser un pirata como yo, pero a mí no me digas si lo has abierto o no ni lo que has visto porque yo no lo quiero saber : dos piratas famosos no caben en los siete mares. ¿Comprendes?

Sunday, January 08, 2006

Hoja número 13 de mi cuaderno de bitácora

Hoja número 13 de mi cuaderno de bitácora



El coleccionista de besos no es un traficante como muchos que son capaces de cualquier maniobra para conseguir un ejemplar valioso. El coleccionista de besos no siente placer en el proceso de búsqueda, tráfico y posesión, sino que prefiere encontrarse sus ejemplares como por casualidad, sin consultar catálogos, sin esforzarse proporcionalmente al valor de lo que busca, porque sabe que el valor de muchas cosas no es el de cambio que es un valor relativo sino el valor de hallazgo que depende de la oportunidad que, como todo el mundo sabe se presenta una sola vez en la vida y con la oportunidad no se pueden hacer previsiones ni negociar . El coleccionista de besos no parte de catálogos cerrados en los que un solo elemento, el menos frecuente siempre, es el que la cierra y ha de realizar una búsqueda continua, a veces obsesiva que le lleva a todo tipo de maquinaciones. Pero en cuanto tiene un momento de flaqueza alguien se le adelanta y por eso muchas colecciones se abandonan inacabadas porque falta sólo ese último elemento, que la mayoría de las veces no es el más significativo sino es por su ausencia. Entonces la razón de ser de la colección desaparece y todos los besos desde el primero hasta el penúltimo no son nada, porque para ser algo, todos necesitan al que nunca fue encontrado. El coleccionista de besos ni siquiera trabaja con catálogos abiertos, no los necesita , porque sabe que los besos, aunque los hay de muchas clases no se pueden catalogar porque su existencia está sujeta a las más rigurosas leyes del azar y nadie puede conocer esta leyes. El coleccionista de besos no se propone incrementar ni acabar su colección porque el beso más significativo ya lo tiene desde siempre porque es uno que no depende de la frecuencia de aparición, ni de su rareza, ni de su precio, ni de un lugar en la lista ni del esfuerzo realizado para poseerlo. Para el coleccionista de besos , el más valioso es el que le regalaron una noche cerca del mar , sin esperarlo, sin pedirlo, sin obedecer a ninguna efeméride, sin que se pudiera prever porque no se daban las condiciones necesarias para que toda contingencia se convierta en acto. Era un beso que no era preludio de nada, sin pretensiones ocultas o estratégicas; en una palabra: era ofrenda pura y fue pura aceptación. Al coleccionista de besos le dijo su mejor amiga después de retocarse los labios con una barra de grasa de cacao: ven que te voy a dar un beso con sabor a melocotón. El coleccionista de besos se acercó a su amiga, se dejó abrazar suavemente y su boca fue inundada por la fruta más tierna que se puede paladear: por fuera sabía verdaderamente a melocotón pero por dentro tenía el sabor de todos los jugos vegetales, animales y minerales que nunca se pudiesen destilar. La sensación se esparció lentamente por todo su cuerpo desde la lengua hasta los calcañares como cuando se moja un terrón de azúcar, pero rápido como un escalofrío. Luego se concentró arteramente en sus rodillas provocándole un leve temblor que sólo contuvo el abrazo de su amiga y cuajó en una réplica de sí mismo que ya se hizo comunión infinita. Desde entonces, el coleccionista de besos ya no sabe si encontrará alguna vez un beso como aquél; aparentemente ni espera ni desespera , sólo de vez en cuando en las noches de insomnio hojea su álbum durante un rato y luego lo cierra suavemente sin hacer ruido después de mirar en último lugar aquel beso que le regalaron una noche junto al mar. Sin embargo, el coleccionista de besos como buen coleccionista que es , en el fondo de su corazón todavía conserva la esperanza de oír alguna vez: ven que te voy a dar un beso ...

Hoja nº 12 de mi cuaderno de bitácora



El moro Mohamed no es que se llamara igual que todos los moros como creen algunos, es que se llamaba de verdad Mohamed, es decir, para mayor precisión se llamaba Mohamed Amar Mohamed y era moro de Ceuta con todo lo que ello implica. Aunque no escribía ninguna lengua, hablaba castellano y francés con acento andaluz además del àrabe y el indi necesario para entenderse con su segunda mujer, Zora, que él pronunciaba Zorra. Así que me daba mucha risa nombrarla cuando me hacía escribirle aquellas cartas encendidas que me recordaban los textos de los poetas andalusíes que nos presentaban en la clase de literatura. A mí me parecían el colmo de lo cursi e incluso me producían un poco de rubor, pero poco a poco comprendí que eran fórmulas obligadas entre moros, similares a las que me hacían poner en las cartas cuando siendo muy pequeño fui por primera vez escribidor, Porque yo fui escribidor dos o tres veces, la primera cuando tenia cinco años y pasé uno o dos veranos en el cortijo de mis abuelos y tenía que escribir a mis padres lo que me dictaban mis tíos y luego a los veinte, cuando conocí al moro Mohamed. Desde entonces cuando escribo algo, digamos de creación, tiene siempre un ligero tinte epistolar y, de hecho siempre hay un destinatario de referencia más o menos concreto y más o menos lejano al que se dirigen mis escritos. A veces un mismo escrito vale para distintos destinatarios pero nunca me parece apropiado para cualquiera o para todos los que sepan leer; necesito que existe una cierta afinidad, o sea, algún tipo de familiaridad o al menos de proximidad entre ellos para que sea adecuado a más de un lector. Probablemente este es uno de los estadios más primitivos de la escritura y no he conseguido ni pretendo dar el salto hacia una producción válida para cualquier lector. Si es así no me importa en absoluto asumir que lo mío sea sólo ser escribidor ya que jamás hice ni haré nada por adoptar el oficio de escritor aunque mi dominio de la escritura esté por encima de lo mediocre según afirman mis corresponsales. Porque esta es otra de las características de mi escritura: casi siempre tiene respuesta, aunque sea oral, y si es a distancia , escrita, como corresponde al auténtico género epistolar.
Sentados pues los principios de mi oficio o afición paso a relatar las vicisitudes que me trajo aquella dedicación ocasional pero que practiqué con todo el empeño que cada situación requirió. Debo decir que esta cualidad mía debía ser muy evidente en algún rasgo de mi cara porque en una ocasión y volviendo del Instituto con mis libros bajo el brazo por la Calle Altagracia una más que abuela me llamó, me hizo entrar en su casa y leerle una carta de su hijo que, casado en Cuenca, le hacía las protestas de rigor que hace un hijo a su madre cuando no viene mucho a verla porque congenia más bien poco con la nuera. La vieja estaba como apostada a la puerta a ver si pillaba algún estudiante propicio a sus fines y entre los que pasábamos me eligió a mí. Por eso digo que se tenía que notar de alguna manera mi cualidad de escribidor. Leída la carta, tuve que contestarla al dictado aunque poniendo algo de mi cosecha como cualquier escribidor que se precie. Entre tanto, su marido le recriminaba de vez en cuando su desparpajo para pedir favores, a lo que ella achacaba que siendo tan guapo seguro que no me importaba hacer un favor que para ella era tan grande y para mí tan poco trabajoso. Finalmente la señora me quiso recompensar mi servicio invitándome a una pobre comida que no acepté aunque la hora me lo aconsejaba encarecidamente. Y todo porque, ni era sitio de confianza ni soportaba más el olor a hormiguero que invadía toda la casa. Porque yo conozco el olor que tienen los hormigueros por dentro. No sé cuando ni cuantas veces lo experimenté pero jamás olvido lo que se llama un mal olor. Y menos el de los hormigueros, que lo produce el ácido fórmico que ellas crían con un finalidad que no se me alcanza, puede que para espantar a sus enemigos. He dicho que no soportaba más aquel olor pero no que lo detestase, porque a mí no me molestan los malos olores a condición de que sean naturales, excepto los de las pinturas que también me gustan. Sin embargo, me resulta muy difícil soportar las fragancias sintéticas que están tan de moda y son tan caras. Incluso me disgusta una que imita perfectamente ese olor que se produce, justo en el manantial de las fuentes naturales en las que crece muy cerca del agua unas plantitas parecidas al trébol que creo que se llaman berros y son comestibles; en cambio, si experimento ese olor en la propia fuente, me produce tal excitación que me harto de beber agua de bruces y nunca a estilo pinero para sentirlo mejor. Debo decir que a beber agua al estilo pinero me enseñó mi abuelo que lo fue por la sierra de Cazorla cuando todavía se construían ferrocarriles y consiste en agacharse junto al río o fuente y lanzar hacia arriba manotadas de agua que han de atraparse con la boca con toda la habilidad de que uno disponga, sobre todo por la postura que se haya adoptado y la frecuencia de las manotadas. Las razones por las que se practica poco este estilo de beber agua tan noble no las sé, pero es probable que sea exclusivo de pineros por la costumbre de andar más por los ríos que por las fuentes . En cualquier caso, puede que yo sea uno de los pocos depositarios de esta ciencia de beber agua que queden... Los abuelos de ahora me parecen un poco desnaturalizados y no sé si pueden enseñar estas cosas.
Hay otros olores relegados al capítulo de los desagradables que no me causan ningún rechazo, como el de algunas plantas en primavera que los días de polinización tienen un perfume igual que el de la menstruación juvenil. Como los olores no tienen nombre sino que decimos que huele a sudor o a alquitrán, aquel es sin duda a lujuria, es decir a óvulos tanto femeninos como botánicos en eclosión. Todavía podría hablar elogiosamente de las cualidades de otros olores que con mucha razón podrían ofender las papilas olfativas de la mayoría y que en ningún caso alcanzarían la categoría de aromas. Creo que ya he pensado sobre esto en otro lugar y quizá sean las mismas ideas, pero pueden que ahora sean más frescas, una cualidad que se exige a los perfumes.
En fin, que aquel olor que no era a comida pudo más que la familiaridad que ahora ya era alguna por el conocimiento que me proporcionó la escritura de la carta y allí dejé a los dueños de la casa comiendo un triste guiso de los de cuchara que tenían preparado en una mesa baja en el centro de la estancia. Sin embargo me fui con la desesperanza de encontrar plato y cuchara en casa ya que dada la hora que se había echado encima no parecía probable que me estuvieran esperando para comer.
Desde entonces, cada vez que había carta, la abuela me esperaba a la puerta de su casa para responderla, así que pude formar un equipo bastante coherente con un cartero al que nunca conocí.

hoja nº 11




Un año más he recogido mi cosecha de almendras. Antes lo hice con las cerezas y las uvas que se malograron por el mildiu, después con las aceitunas de las que tenemos medio cubo y sólo quedan las quince naranjas que aún verdes esperan la legada del invierno. Por las tardes dedico algún rato a cascar almendras para que mi hija las coma tostadas y mi mujer cocine el pollo al que no le añaden sabor alguno. Además este año pienso darle a Aurora unas pocas para que fabrique turrón de jijona con la termomix, que el año pasado le salió tan bueno como el de fábrica. Mientras casco mis almendras me doy cuenta de que en un patio de sesenta metros estoy remedando aquello del agricultor autosuficiente sólo que con mis almendras, naranjas y aceitunas estoy muy lejas de poder subsistir. Claro que tampoco lo pretendo, naturalmente. Los tiempos han cambiado mucho desde la agricultura de manual de Cicerón . Sin embargo, me pregunto cuánto tardan en cambiar los tiempos y como se sabe que han cambiado.
Cuando era un adolescente de bachillerato vivíamos en una finca lejos de aquí y bastante aislada que no tenía luz eléctrica ni agua corriente. En realidad era una villa autosuficiente como las que proponía Cicerón que había evolucionado en sus aspectos técnicos pero que mantenía la misma estructura que se mantuvo durante toda la edad media hasta mediados del siglo veinte y que garantizaba la subsistencia con garantías de cierta perpetuidad . Tenía un gran patio central con una casona más o menos señorial con porche que ocupaba toda un ala y en las otras dos alas se alineaban las casitas de los gañanes, el mayoral y el almacén de la maquinaria.. El ala sur estaba abierta al campo y tenía toda ella un poyo corrido desde el cual se podía asistir a los bellísimos atardeceres de verano y a las sesiones berrea de los ciervos en la colina de enfrente en otoño. Adosados a todas las alas estaban las dependencias de los animales que completaban la célula perfecta de aquella unidad económica y social: los establos para los bueyes, la tinada para las ovejas y las cabras, las zahúrdas y gallineros y sobre todo, la fragua, santuario de toda la tecnología necesaria para alimentar la cultura del hierro todavía vigente. Incluso bajo la casa donde vivíamos había un sótano que una vez hizo las funciones de bodega, almacén para la miel y los frutos secos , el trigo y no sé que otras cosas cuyo olor aún parecía impregnar las paredes. Tenía dos habitaciones y la que tenía ventana la usábamos como palomar. Alrededor de aquellas casas y ya en el campo, pero muy cerca, estaba la viña, el campo de almendros, la huerta, llena de manzanos y ciruelos y el campo de frutales ya casi perdidos pero que mantenía algunos perales y quizá algún olivo. Más lejos estaba el campo abierto que podía proveer de todo tipo de caza y de algún valle resguardado, Valdelapedriza, donde todavía se cultivaban los cereales.
Lo que más me cautivaba, aparte de la significación global de aquel conjunto era la fragua. Cada vez que la visitaba tenía que expulsar a las gallinas que vivían sobre el banco, los anaqueles y las vigas porque me daba la sensación de que estaban profanando algo con sus cacareos, sus gallinazas y su familiar descaro. Además aquella fragua me recordaba otra fragua de cuando era niño en la que todavía el herrero, mientras pasaban tractores por la puerta, calzaba a las mulas, aguzaba rejas y nos fabricaba las guías para los aros con los que jugábamos los chicos del pueblo a cambio de accionar el fuelle durante un buen rato. Había otra fragua más en el pueblo en la que ya se ponían parches a las ruedas de las bicicletas y se regulaban los carburadores de las motos que entonces eran herramientas de trabajo para los mayores y no de ocio para los niños. Pero mi herrero favorito no hacía estas cosas, tenía una fragua condenada al cierre porque se negaba a evolucionar. El fuelle era realmente un fuelle gigantesco y no un soplador eléctrico como en la otra y por supuesto no había macho pilón ni taladradora de columna ni juego de terrajas para hacer la rosca a los tornillos. Pero mi herrero hacía a mano los más hermosos clavos de herrar que he visto nunca y forjaba a medida las más fuertes herraduras que colocaba aún calientes en los cascos de las pacientes burras del pueblo. A fuerza de observar aprendí el oficio y todos los procesos necesarios para desempeñarlo y todavía podría hacer herradura y clavos como aquellos si me lo propusiera. Naturalmente sería inútil pero desde entonces admiro toda obra de creación que sale de las manos.
En fin, que mi fragua estaba ya muerta, como los establos y la viña y formaba una cadena en el tiempo con las otras dos que conocí años atrás. Los tiempos habían cambiado, pero no tanto, aunque todavía recogíamos las uvas, almendras y manzanas como hago yo ahora , un poco por deporte y otro poco porque mis padres en su cortijos andaluces y los que allí trabajaban en su pueblos, habían conocido todavía esa forma de vivir.
Más adelante, la lectura me retrotraía a menudo a tiempos más antiguos y a autores que advirtieron el riesgo del cambio que amenazaba un mundo estable, sin sobresaltos, fuertemente consolidado por unos principios establecidos en la época de Cicerón y suficientemente contrastados durante toda la historia desde la edad media, hasta el siglo XIX. Mientras Pereda y Valera hicieron retratos idílicos de un mundo que barruntaron a punto de desaparecer pero cuyos síntomas no advirtieron, Clarín y sobre todo la Pardo Bazán tomaron nota de la existencia de aquella pequeña masa dicharachera que por la tarde salía de las fábricas sudorosa pero satisfecha con un pequeño reflejo de libertad o felicidad en la cara que no sé si la condesa pudo comprender a qué obedecía. Merimé no lo comprendió nunca y Bizet menos: allí las cigarreras eran mujeres de baja estofa sujetas a pasiones vulgares y su descripción carece del tinte respetuoso que les dio la Pardo Bazán a las suyas.
La vorágine de las vida moderna de las grandes ciudades que ya aparece en Galdós con su mosaico de gentes, ocupaciones y conductas y su multiplicación hasta el punto actual de Madrid o el Nueva York que veo en el cine no me parece ni buena ni mala, simplemente acota mi perspectiva histórica por el presente como aquella finca con su fragua lo hacía por el pasado. Lo que no haría nunca es situarme en un modo de vida que estuviera en ninguno de los dos extremos: jamás viviría como en Nueva York ni me iría a un pueblo abandonado de las montañas de León para vivir de la huerta y el olivar como hacen los que proponen un modo de vida alternativo que pertenece al mundo de nuestros abuelos y ya de los museos etnográficos. Prefiero seguir observando. Mientras que ya estamos en Un mundo Feliz, hasta que lleguemos a Matrix o Blade runner o yo que sé qué propuestas descabelladas la espera merece la pena. El espectáculo está garantizado.

Hoja nº 10 de mi cuaderno de bitácora

Hoja nº 10 de mi cuaderno de bitácora


Estaba yo sentado frente al televisor medio adormilado después de comer, cosa que me sucede a diario. Una pareja se debatía en algún desencuentro como suele suceder en las películas, que en eso consiste muchas veces el argumento. El sopor no me permite identificar sus caras ni sus nombres ni en qué consiste ese desencuentro que percibo sólo por el tono del diálogo. No sé si ella es rubia como casi todas las actrices americanas o si lleva pantalones y un jersey ancho y de mangas largas que le cubren buena parte de las manos como a mí me gusta, porque no me digno abrir los ojos. No me importa tal desencuentro ni cómo lo van a resolver. Además, por la hora en que ponen la película no debe ser una gran estrella de la pantalla . A estas horas tempranas, las actrices suelen ser tan buenas como es habitual pero maduras o poco agraciadas físicamente y muchas veces desconocidas , cosa que sin embargo da cierto tinte de verosimilitud a las películas. Es la hora didáctica de la televisión, en la que se ejemplifica sobre la resolución de conflictos a menudo familiares: malos tratos, alzeimer, desigualdades sociales, etc. Con el murmullo de fondo me doy cuenta de que tengo que cortarme las uñas y de pronto, por alguna asociación de ideas fortuita tengo la revelación de que no recuerdo cómo son tus manos, que aparecen como borrosas en mi memoria o mejor, que aunque me esfuerce sólo las supongo como existentes pero sin poder adjudicarles una identidad definida, como si llevases siempre unas manoplas que las hacen invisibles o las escondieses totalmente en esos jerséis de manga larga que a veces llevan las chicas de las películas cuando se visten para estar por casa y que les dan cierta fragilidad . Puedo recordar bastante fielmente otros rasgos pero he notado con cierta alarma la carencia en mi memoria de alguna sensación que se relacione con ellas, cosa de la que probablemente no soy único responsable, pero que me ha hecho sentir culpable de no haberme fijado, de no haber tenido en cuenta el valor representativo de todas las potencias del cuerpo y la mente de las que las manos son término y a la vez mediación. Qué cosas me pasan. Querido cuaderno: en adelante prometo fijarme más en todo.