Sunday, June 04, 2006

Cuento para Javier


Cuento para Javier Venteo , que muy pronto aprenderá a leer

Hace mucho, mucho tiempo vivía en un pueblecito de Lombardía, que es una parte de Italia, un carpintero ya viejecito y con el pelo blanco como nuestros abuelos. Se llamaba Gepeto y vivía solo porque no tenía nietos. Algún tiempo antes había construido en madera un nieto al que llamó Pinocho pero ahora vivía en un pueblecito de la costa y se dedicaba a la pesca en una barquita azul y vela roja que también le había construido su abuelo. Como la pesca es un trabajo duro sólo podía venir a ver a su nieto algunos domingos. Así que se sentía solo y aburrido como antes de tener a Pinocho.
Un día decidió construir algo que le acompañase, pero no podía hacer de nuevo un muñeco, así que fabricó un reloj. Un reloj de madera, un reloj de esos de pared que tienen forma de casita tirolesa adornada con hojas también de madera y que por una ventanita aparece un pajarito de vez en cuando y dice cucú algunas veces y luego se esconde rápidamente tras la ventanita. Un reloj de ésos fue lo que fabricó. Le quedó igualito igualito que los que se pueden ver en la casa de algunos de nuestros abuelos. Le dio cuerda tirando de la piña aquélla que tienen colgada de una cadena, lo probó y a cada rato salía el pajarito y decía cucú. Todo parecía funcionar. Sin embargo, se dio cuenta que algo fallaba : aquel reloj en vez de caminar hacia delante, lo hacía hacia atrás, es decir, en vez de contar las horas, las descontaba; así que después de comer no caía la tarde sino la mañana y al poco rato no anochecía sino que amanecía. Gepeto sabía que había cometido un pequeño error. Todas las ruedas del reloj, porque debéis saber que los relojes antiguos sólo son un montón de ruedas que giran enganchadas unas con otras, todas las ruedas las había puesto al revés. Se podía arreglar fácilmente poniéndole al reloj las agujas y los números en la espalda o dando la vuelta a todas las ruedas. Pero aquello de que después de comer viniera la mañana y despues de cenar amaneciese le pareció divertido. Así que decidió dejarlo así y lo colgó en un sitio importante de la pared: exactamente sobre el sofá, al lado de una foto de Pinocho cuando todavía era de madera y tenía una nariz normalita, ni larga ni corta.
Bueno, algún entretenimiento le proporcionaba el reloj, pero necesitaba un amigo con el que conversar, porque aquél pajarito, le preguntase lo que le preguntase siempre contestaba cucú. Estaba tan aburrido como antes. Un día salió de su casa y se dirigió caminando caminando al bosque de Caperucita Roja. Él sabía que a un lado del bosque estaba su casa y al otro la casa de su abuelita, pero no esperaba encontrar a nadie, así que siguió caminando distraídamente. Pero al doblar un recodo del camino se encontró una cesta en el suelo. Estaba volcada hacia un lado y cerca había un tarro de miel y un pastel. Ya me esperaba algo como esto, pensó Gepeto. Se puso a recoger las cosas de la cesta y se dio cuenta de que también había una manzana. Una manzana de esas que son rojas por un lado y por el otro blancas y tienen un aspecto tentador; de hecho, estuvo a punto de darle un mordisco, pero no lo hizo porque inmediatamente se dio cuenta de que era una manzana sospechosa. Tate, dijo, esta manzana la conozco yo. Esta manzana es también una manzana de cuento, como mi Pinocho, ¿pero de cuál? Ya está, dijo, es la manzana de Blancanieves. Se llevó la cesta bajo el brazo y siguió caminando. Al poco rato se encontró una señora que llevaba un sombrero negro y grande y una saya también negra bajo la capa. Tenía las uñas largas como garras y la nariz tan larga y torcida hacia abajo que parecía que se la mordería con el único diente que asomaba entre los labios. Con una de aquellas manos de dedos largos y huesudos agarraba un espejo de plata en el que no dejaba de mirarse. Espejito, espejito, ¿quién es la más guapa del reino? Decía. Bueno, pensó Gepeto, ¡a ésta también la conozco yo! Como era la única persona que vio aquel día Gepeto se sintió contento. Después de todo había salido a buscar amigos así que le dijo “ Buenos días, señora “. “ Buenos días , Gepeto”, le contestó la dama. Ah, ¿pero me conoce? . En los cuentos, todos nos conocemos, ya lo sabes. Tú también sabes quien soy yo, ¿a que sí? Preguntó la bruja. Bueno... algo me resulta familiar señora bruja, dijo Gepeto. Mira dejémonos de rodeos, como ya nos conocemos podríamos compartir esa manzana tan rica que llevas en la cesta. Gepeto se lo pensó un momento, porque sabía que aquella manzana era un poco rara, pero bueno, en los cuentos no siempre pasa lo que se espera que pase. Así que dijo bueno, vayamos a mi casa y allí seguimos charlando y merendamos a la lumbre de la chimenea. Cuando se sentaron a la lumbre, Gepeto sacó su mejor cuchillo del cajón de la mesa y partió la manzana por la mitad; dio un trozo a la vieja dama y mordió el otro. Al principio le pareció un poco amargo, pero luego, como vio que la bruja hacía lo mismo volvió a morder con más confianza. Entre bocado y bocado se pusieron a hablar de cuentos. ¿Te acuerdas de aquél gato que calzaba botas? ¡Ah, sí, claro que me acuerdo! ¡Pues anda aquel rey que llevaba un traje invisible, que torpe! Yo los dos estallaron en carcajadas. A pesar de la charla, Gepeto se dio cuenta de que cuantas más veces mordían más grande era el trozo de manzana, que la bruja era cada vez más guapa y más joven, que sus manos tenían menos arrugas y su propio pelo era menos blanco y sus ropas más nuevas. Los dos eran más jóvenes y más guapos. Entonces, Gepeto miró de soslayo al reloj y vio que la aguja de los minutos dio un saltito hacia atrás. En eso mismo momento salió el pajarito y dijo “cucú”. Gepeto le hizo un guiño con el ojo izquierdo y se escondió rápidamente cerrando tras de sí su ventanita de madera. Y colorín colorado, este cuente se ha acabado.