Friday, July 21, 2006

EL ARADO

El arado

Cuando fueron a buscar a mi abuelo para asesinarlo, mi abuela ya había parido diez hijos y aún le quedaban dos por parir. Tenía pues la suficiente experiencia para saber muchas cosas. Vinieron cinco hombres: dos de Siles, dos de Torres y uno de Los Maridos que recogieron al final del valle de Onsares para autorizarse en su macabra labor por las faldas de las montañas.
-¿Juana, está tu marido?
- Claro que está, pero por esos cerros cortando leña, pero yo lo llamo y viene enseguida.
Mi abuela sacó la caracola del portal y desde la esquina del cortijo se encaró hacia aquellos montes aparentemente solitarios e hinchando los pulmones al máximo le arrancó un zumbido largo y profundo como el ulular de un barco, luego otro igual de hondo pero más breve: era la señal para que no viniera porque mi abuelo venía a horas más o menos fijas sin que le llamaran.
-¿Tardará mucho, Juana?
- Depende de lo que esté haciendo y de dónde esté, pero como casi es la hora de almorzar no se estará mucho.
- Pues ve preparándonos una gachamiga mientras, Juana.
Allí mismo a la puerta del cortijo, sentados en sillas bajas alrededor de la sartén de patas se comieron la gachamiga convenientemente regada con vino agridulce.
- ¿ De dónde has sacado esa chaqueta Narco?
- Se la quité a un pichichi que pillamos en la carretera de Orcera. Iba en su coche a La Puerta y no se lo dejó requisar. No le dimos mucho, pero los pichichis no aguantan y se puso tan malo que ya no le hace falta.
- Eso es lo que a mi me gustaría echarme a la cara, un pichichi, pero por aquí todos somos iguales.
- Iguales no, compañero, que algunos tienen buenos cortijos con sacos de harina para hacer gachamiga, viñas que dan vino y hasta cachos de monte con pinos y robles donde llevar las cabras, como éste.
-Ñaco, no te arrimes al arado que muerde.
Mi abuelo compró el cortijo con su cacho de monte por veinte mil pesetas que tardó años en pagar y se vino del Biznagal donde trabajaba de guarda. Como parte del pago y de paso para quitarse una boca que alimentar, mi padre debía servir de porquero con el dueño y antiguo amo hasta hacerse de provecho, pero tuvo que volver a casa por la constante cagalera que le provocaba el guiso de verdolagas, más agrias que los hierros y con una espuma amarilla por encima, que le daban como única comida.
El cortijo de mi abuelo es el más alto y más hondo en la cabeza del valle de Onsares. Más arriba ya no hay carriles forestales ni falta que hacen porque el paso lo cierra la Peña del Cambrón, La Piedra, tan alta como El Yelmo, pero llena de vida hasta la cima.
La casa tiene un buen portal con cantarera, ganchos que penden de los revoltones para colgar el barril y el candil, mesa y máquina de coser Singer entre cuyos radios de la rueda metí un día las tijeras para pararla y se rompieron las dos hojas con gran disgusto de mi abuela. Sin embargo aunque amputadas fueron útiles durante mucho tiempo. También hay una buena chimenea donde se hierve la leche de cabra en magníficos cazos de cobre de rabo largo y negro. Hay dos dormitorios siempre negros con arcones donde se guardan ropas y objetos maravillosos que están debajo, en el fondo y camas altísimas, una de ellas, la de mi abuelo, de cerezo torneado. A la derecha está el horno y la bodega sin ventanas y a la izquierda la cuadra y la tinada donde duermen las cabras a las que se accede desde el rellano de la escalera de la cámara. Arriba está la cámara, llena de misterios y olores a higos secos y nueces y ciruelas, esparto crudo, montones de trigo y panizo; a veces granadas y aperos de labranza por los rincones. Allí sólo me aventuraba de día porque de noche en el cortijo reinan las tinieblas, así que apuraba por la noche hasta el último brillo de luz en el horizonte sentado a la puerta de la casa.
" Mangas de humo" pasa a leernos un rato, me decía mi tío Juanito.
-Es que no veo.
Mi tío Juanito era grande y moreno como un oso y me daba un poco de miedo. No creía que no pudiera ver de noche como todo el mundo y me obligaba a entrar a tientas. Ya bajo la luz del candil leía en voz alta y con buen ritmo para la admiración de todos. Sólo tenía dos o tres libros. Un catón, Mi Primer manuscrito, que sólo eran modelos de cartas autográfas en mil estilos y tipos de letra y un libro de cuentos de Calleja primorosamente editado en cuatricromía. Cuentos fantásticos encabezaba cada página de la izquierda y cuentos de calleja cada página de la izquierda. Bobbie y Debbie o los niños que no querían tomar medicinas, Mi gracioso favorito... Un dolor de cabeza estaba ilustrado con un enano subido a horcajadas sobre los hombros del doliente. Con un gran mazo le hundía largos clavos en el cráneo. Mi gracioso favorito era un cortesano vestido como las ilustraciones de las mil y una noches. La muerte era una esbelta y delgada mujer cubierta con un largo sudario gris que le tapaba la cara. Bobbie y Debbie nunca me gustaron demasiado. También aparecía Juan sin miedo cruzando alegremente por una estrecha tabla un río en el que acechaba un cocodrilo o un dragón. Al final experimentó miedo al tener que casarse con una princesa.
La parte trasera del cortijo ya es puro monte y cerca de la pared está la rimera de leña sobre una alfombra de cortezas de pino de vivo color rojo que con el tiempo se oscurecen hasta el marrón y el negro. Más arriba pasa el carril de tierra como una larga herida en el monte que deja ver grandes rocas de piedra caliza a los bordes y pinos con parte de sus raíces al aire amenazando con desarraigarse en cualquier momento.
-Ñaco, no te vayas con el primo Pedro a guardar las cabras que te romperás las sandalias. Me rompí las sandalias triscando por los cerros más que las propias cabras y mi abuela me azotó convenientemente con la suela que quedó. Para que otra cosa podrían ya servir las dichosas sandalias.
Aquel día también estaba allí el arado, apoyado contra la pared con el timón recorriendo casi toda la fachada como el dragón de la Caja de ahorros de Puente Génave. La cama negra y las orejeras embozadas de un barro duro y rojizo que atrapaba briznas torturadas de hierba le daban un aspecto amenazador, pero la reja aguda y brillante con mil puntitos de orín le hacía parecer magnífico. La varijada se encontraba siempre detrás, entre el arado y la pared y era el objeto de mis desvelos el alcanzarla y blandirla como una lanza. Pero lo más fascinante de todo es que el arado mordiera: debía tener la boca bajo la reja, donde se apoyaba la cama en el suelo y, en cualquier caso sus dientes no podían ser muy largos, aunque, si eran tan finos como la reja ... Yo quería hacer como mi tío Juanito, empuñar el arado y romper la costra reseca de la tierra con mi tiro de mulas.
Aparejaba la yunta y se iba al campo. Se colocaba las riendas por los hombros detrás del cuello y bajo el brazo empuñaba la varijada como un picador que apoyaba en las orejas del arado para abrir más hondo y más ancho el surco. Después volvía con la vara al nombro también como sales los picadores de la plaza. Rascar el polvo amasado de sudor en la planta de las abarcas a la luz de la lumbre le llevaba un buen rato todas las noches. Para ello disponía de una espátula hecha por él mismo con una cuchara aplanada a martillazos.
- Bueno, vámonos para abajo que este hombre no viene. Juana, dile a tu marido que unos amigos han venido a hablar con él, que ya volverán otro día, bueno otra noche y así lo pillamos seguro.
Desde el cortijo se domina el valle y los otros cortijos de abajo casi escondidos entre nogueras, olmos, cerezos e higueras, que la sombra y la fruta han de estar a mano. Diversos puntales cortan la vista y no existe sensación de vacío hasta que al fondo se divisa el pico del Yelmo sobresaliendo entre los demás. Toda la gama del azul del cielo y toda la del verde de los pinos y las olivas se contraponen sin mezclarse, sólo el Yelmo, con su pico como de estaño parece conectar ambos mundos.
Mi abuelo hizo dos viajes, uno a África cuando sirvió al Rey y otro a La Puerta para recoger a mi madre embarazada. Cuando volvió de La Puerta dijo que ya no volvería a viajar más y menos para recoger nueras que no saben montar en burra y al primer salto de un río se quedan sentadas en el suelo, embarazadas y todo. Por la tarde se sentaba en una silla alta y yo le afeitaba la barba de varios días con una astilla de caña y una cola de conejo blanca y gris como su barba. Lo más interesante que tenía mi abuelo era su reloj. Lo llevaba en el bolsillo del chaleco, sin cadena y dentro de una bolsita verde y grana con bordados en oro y plata. El forro interior era rojo y suave y se ataba la boca con un cordón como las bolsas de tabaco.
Aquellos hombres no volvieron para fortuna de mi abuelo. Su antiguo amo y protector, más rico que él y por tanto más poderoso se lo impidió de alguna manera. O quizá fue la suerte o la larga caminata que había que hacer para llegar al cortijo y pillarlo allí.
Años más tarde, buscando por entre las piedras de la pared de la tinada se podían encontrar casquillos de balas de fusil de color rojizo y enormes cantidades de cuchillas de afeitar oxidadas y que no cortaban, sobre todo cerca del trozo de espejo roto engastado en la pared y perfilado de cal en el que se miraba para afeitarse mi tío Juanito. Enfrente, el jardín con su yedra, sus lirios y geranios proporcionaba frescor en verano cuando se regaba el suelo además de las plantas. Aquel era el sitio preferido por mi tía Victoria para sentarse en una silla baja a bordar su ajuar y, en los descansos, escribir cartas a su novio, después mi tío Genaro, que estaba cumpliendo el servicio militar en Palmas. Por aquellos tiempos los mozos hacían la mili en Palmas y algunos regresaban luego para trabajar allí por algunos años. Pero siempre volvían. Uno de ellos fue mi tío Juanito. Mi tía victoria guardaba en una caja de caramelos de hojalata algunos botones, una o dos fotos en color del soldado y las cartas recibidas con sus sellos, que servían de nuevo si se despegaban con cuidado del sobre y se pasaban por la frente para borrar la tinta del matasellos. Lo que más abundaba en aquel jardín eran los lirios y las enredaderas que se entrelazaban en los árboles pestosos y los rosales formando un parapeto fresco y sombreado. Entre aquellas enredaderas creí haber perdido mi magnífico colt 45 plateado. Pero ahora sé que fue mi abuela quien se deshizo de él porque recordaba aquella mañana en que vinieron a asesinar a mi abuelo y no quería ver armas por la casa ni aunque fueran de juguete.
Hasta que un día el arado me mordió.
- Mamá Juana, que me ha mordido el arado. Que me ha mordido por las piernas. Allí estaba yo en el suelo, con el arado sobre las piernas atrapado más por el terror que por su peso y desde allí vi venir a mi abuela haldeando hacia mí y con las manos en la cabeza.
- Válgame Dios, si ya te dije que el arado mordía, que no te acercaras a él.




La Peña del Cambrón

La subida a la piedra es una aventura interminable. Cuando deja de haber olivos empiezan los pinos negrales y carrascos organizados en fronteras rectas y verdes con ellos. Después los propios pinos forman una frontera con la gran piedra desnuda. Manchas de robles y encinas y escarpas grises jalonan la marcha. De vez en cuando un oloroso cambrón ofrece una sobra tenue casi transparente. Todos los pinos tiene una gran herida de arriba abajo. Al final, casi cerca del suelo un mortero de barro recoge la resina, que a veces rebosa formando chuzos traslúcidos y amarillentos que cuelgan de los bordes. El olor a resina, a piña, a seco verano lo impregna todo y el ruido de las chicharras aturde. Nunca tuve la sensación de haber llegado a la cima. Sin embargo, la coronación de la aventura consistió en la merienda de chorizos, lomo de orza y pan artesano con que nos regaló mi tía victoria y que llevó durante el ascenso en una cesta de mimbre colgada del antebrazo.


La cochura del pan

Desde la semana anterior, mi tía Victoria tenía preparada la levadura envuelta en un trapo y guardada en un sitio fresco de la misma bodega. La levadura no era más que un pedacito de masa ya dura que había que deshacer ablandándola con vinagre y dejándola reposar toda la noche en un plato. Acabada la operación colocaba la artesa sobre una mesa y con un cedazo finísimo cernía la harina cargándolo con un plato una y otra vez y moviéndolo adelante y atrás a lo largo de la artesa hasta tener la cantidad de harina suficiente y estar lo suficiente empolvada ella misma por todo el cuerpo. Después deshacía completamente la levadura y la mezclaba con la harina, la sal y el agua y amasaba durante un buen rato. A la mañana siguiente cortaba con un cuchillo grandes trozos de masa y formaba los panes, grandes y orondos que tomaban un color pálido como de cera. Los distribuía en una tabla tan grande como la artesa . Los espolvoreaba con harina y los cubría con un lienzo limpio y ligeramente húmedo y allí esperaban mientras se calentaba el horno La bodega estaba impregnada de un olor ligeramente acre y el polvo de cerner la harina ya se había asentado sobre el suelo y los otros muebles de la bodega: la tinaja del vino, los trebejos de la matanza, las grandes alcuzas de aceite, sartenes de patas, calderos de cocer la cebolla , etc. El encendido del horno era un ritual que había que cumplir minuciosamente. Éste estaba integrado en el edificio del cortijo como una dependencia más y formaba parte de la bodega.
Desde fuera sólo se delataba su presencia por el respiradero para el humo que se abría a media altura de la pared. Este respiradero no era más que una piedra de la propia pared que se ponía y quitaba para regular la entrada de aire que hacía arder la leña, la salida de humo y calor cuando ya estaba encendido. Finalmente, cuando estaba inactivo se tapaba el agujero para que no entrasen sabandijas, especialmente culebras, muy aficionadas al horno en invierno ya que conservaba el calor por varios días. La leña para el horno la preparaba unos días antes mi tío Juanito fuera, en la tinada de las cabras si amenazaba lluvia o cerca de la puerta del cortijo. Llenaba el horno de leña casi hasta la boca y le prendía fuego colocando bajo el haz una piña ya encendida que, en pocos minutos hacía arder alegremente una hoguera que ocupaba todo el horno.. El olor de la hoguera llenaba todo el ambiente con aromas de resina de pino u oliva o roble. Arriba, en la bóveda del horno las llamas se retorcían hacia abajo hasta prender de nuevo sobre la leña y llegaban hasta salir por la boca y se enderezaban de nuevo hacia arriba amenazando el techo de la bodega. Yo, sobrecogido, me imaginaba al profeta Daniel condenado a arder en el horno y me costaba creer el episodio posterior de los leones. Daba un poco de miedo verlo, pero me esforzaba por ver entre las llamas a un ángel blanquísimo protegiendo al profeta, pero sólo lograba imaginarme ver un gran pájaro blanco chamuscado. Consumida la leña, mi tía victoria apartaba las brasas hacia un rincón del horno con un escobón de ramas de lentisco verde cogidas en el monte cercano y barría cuidadosamente el suelo hasta no dejar una mota de ceniza. Finalmente limpiaba la ceniza con unas tiras de trapos viejos humedecidas y atadas al final de un palo tan largo como el mango del escobón. Entonces, con la ayuda de una pala de madera, cargaba uno a uno los panes sobre la pala espolvoreada de harina y los colocaba ordenadamente dentro del horno tirando fuerte hacia atrás de la pala. El pan resbalaba y se quedaba inamovible en su sitio dejando buen espacio entre unos y otros pero de manera que cupiesen todos. Sólo cerca del montón de brasas dejaba un espacio libre para que los panes más cercanos no se cociesen demasiado rápidamente. Tapaba la boca del horno con una tabla algo irregular y además la cubría con un trapo para que no escapase el calor por las rendijas. Tampoco se podía olvidar de tapar con su piedra el agujero del humo. Para entonces, mi tía Victoria tenía la cara enrojecida por el calor y la frente llena de góticas de sudor. Después sólo quedaba vigilar de vez en cuando la cocción. El calor y el aroma del pan cociéndose formaban un solo elemento, ya no eran una sensación de calor y un olor juntos sino un aire que se respiraba, un ambiente en el que se vivía durante algunas horas y que después se iba disipando plácidamente como una tormenta de los sentidos. Cuando el pan había aumentado lo suficiente y casi se tocaban unos con otros, tomaba un color moreno y emitía un aroma a pan recién hecho que inundaba toda la casa y los alrededores. Entonces empuñaba la pala y comenzaba a sacar los panes eligiendo primero los más cercanos al montón de brasas, acercaba los más alejados o los cambiaba de lugar según su criterio. Así los dejaba enfriar sobre la misma tabla donde esperaron antes que se calentara el horno. Una vez fríos los guardaba en un arca que, cerrada, se cubría con un paño. El día de la cochura era un poco fiesta: el pan estaba tierno, tenía un olor especial y se comía con deleite. Pasados algunos días, el aroma , el sabor y la textura cambiaban al sentarse pero nunca llegaba a ponerse duro. Algunos viejos decían que preferían el pan sentado, quizá por justificar que no se pudiera cocer pan todos los días, que es conquista de la revolución urbana, o quizá porque realmente eran grandes entendidos en la materia.

La calera

Para hacer obras en el cortijo no se necesita más que cal y arena. La arena se recoge en el arroyo donde mi primo Pedro y yo vamos a bañarnos cuando lleva a beber a la burra. El ambiente fresco invita. Nos colgamos de una rama de sauce y nos dejamos hundir en la charca que a mí parece inmensa. Después nos regaña la abuela por habernos bañado como siempre. La cal hay que hacerla. Así que mis tíos Juanito y Genaro acondicionan la vieja calera, abierta por primera vez cuando se construyó el cortijo veinte años antes. Rehacen el entibado del fondo y acumulan un buen montón de piedras cerca de la calera. Eligen las mejores entre el monte y las transportan penosamente en parihuelas. Cuando tienen las suficientes las van colocando formando una bóveda por aproximación de hileras sobre el pozo cuidando de dejar una puerta para meter la leña. Cuando se cierra la bóveda rellenan el resto con más piedras hasta formar un pequeño montón sobre la cúpula. Llenan de leña el interior y le prenden fuego que mantienen un día y una noche ardiendo. Desde la puerta del cortijo veo las llamas rojizas que salen por la boca de la calera al anochecer. Al convertirse las piedras en cal, se vuelven blancas y pierden consistencia; la bóveda cede por el peso y se derrumba. Cuando se enfría, quitan las piedras de arriba, mal cocidas y poco a poco aparecen al fondo unas piedras blancas con vetas amarillas que se desmoronan fácilmente: es la cal. Durante algunos días siguientes a la construcción de la calera, mi primo Pedro y yo hicimos varios intentos de hacer nuestra propia calera a escala con pequeñas chinas, pero no sé si logramos cubrir la bóveda o hicimos una pequeña trampa ayudándonos de algunos palitos a modo de vigas para sostener la cúpula como hicieron mi tío Juanito y mi tío Genero.
Finalmente la obra consiste en agrandar una ventana, revocar parte de la fachada o reforzar la chimenea. Un montoncito de argamasa sobrante se endureció a la puerta del cortijo y allí permaneció durante muchos años. Encargó una ventana nueva al carpintero de Villarrodrigo, y le puso cristales nuevos, pero se olvidó de comprar las bisagras así que con las dos que tenía unió las dos hojas entre sí como un libro y empotró el conjunto en su marco.


La siega

La siega es una faena que no requiere gran preparación como muchas otras tareas campestres. Una noche alguien toma la decisión cerca del fuego pues hay fuego siempre en la chimenea, tanto en invierno como en verano porque hay que cocinar. Mañana iremos a segar el centeno. Nadie discute porque la decisión es la que corresponde por este tiempo y tanto da que sea mañana como al día siguiente. Así que muy temprano, se descuelgan las hoces de las vigas de la cámara, que están allí desde el año anterior, se sacan de sus fundas de cuero curvas como la hoja de la hoz y endurecidas por el paso del tiempo. Están cosidas a mano, con puntadas irregulares como los dediles, fundas de cuero para los dedos que cuelgan también de las vigas como racimos. Si se estima necesario como si no, las hoces se pasan por la piedra de afilar. Forma parte del ritual. La piedra de afilar está enfrente de la casa, a la izquierda y es una gran rueda de arenisca roja montada sobre un armazón de madera que tiene un depósito de agua en la parte de abajo. Con un pedal y una biela se hace girar la rueda que va pasando por el agua al girar y así se mantiene siempre mojada para hacer más fino el filo. Si hay mucho que segar vienen los tíos de los otros cortijos y los primos. Muchas labores estacionales se hacen en familia y se intercambian esfuerzos. Hoy segamos lo tuyo y mañana lo mío. Llegados al secano, se deja el hato y el barril a la sombra de una higuera y se empieza por la linde abarcando tres o cuatro surcos. A manojos se va cortando la mies. Con unas cañas se ata cada manojo y se van dejando al lado del segador. Cientos de manojos forman un haz que atamos los chiquillos o las mujeres: mi tía Victoria y mi tía Adela. Mi abuela custodia el hato y contempla atentamente la faena sentada sobre una piedra a la sombra de la higuera. Mi abuela Juana todo lo miraba atentamente, vestía siempre de negro y se movía lentamente como una sombra. En su faltriquera guardaba las cosas más secretas del mundo que yo me empeñaba en que me enseñara y luego resultaban ser botones de colores, el alfiletero de manera torneada, horquillas para el pelo, hilos y monedas antiguas. Aquel día también me empeño en segar como los mayores y enseguida me corto en la mano, cerca del dedo meñique, justo donde ha de pasar la hoz cuando se agarra el manojo a cortar. Disimulo para poder seguir pero alguien ve mis manojos enrojecidos; me quitan la hoz y se acabó la fiesta. Los haces se llevan a hombros a la era y acaban formando un montón más que regular. Se quitan las piedras sueltas, se arranchan los matojos que crecen entre el empedrado y se barre la era. Al día siguiente cuando me levanto, ya han deshecho los haces, extendido la mies y aprestado los aperos de la trilla: la yunta, el trillo, las horcas y las palas y una escoba. Antes de empezar se apalea la mies para aplanarla de manera que pueda sentarse bien el trillo y no la arrolle por delante entorpeciendo la marcha a este efecto, la parte delantera del trillo está curvada hacia arriba, y aunque esta parte no tiene dientes, cuando avanza parece una gran boca que se lo traga todo. Cuando no está en uso, el trillo siempre está de pie apoyado contra la pared para que no se le caigan los dientes al rozar con las piedra del suelo de la era. Estos dientes, otras vez los dientes, no son más que hileras de piedras de pedernal incrustadas en la madera. Entre las juntas de las tablas que componen el trillo se han introducido también trozos de hojas de sierra . En cada una de las esquinas del trillo hay una hendidura en la que se aloja una rueda de hierro en forma de disco que sirve para además para que en las calvas de la parva ruede el trillo sobre el suelo sin dañar los otros elementos de corte. En la trasera se proyecta hacia atrás un arco de hierro que también tiene una pequeña rueda al final que va revolviendo la parva. La primera vuelta es el comienzo de un nuevo ritual y el honor le corresponde al mayor de la casa, o sea, a mi tío Juanito. Mi tío Juanito, consciente de la importancia del momento se sube de pie sobre el trillo y arrea con decisión a las mulas que dan un fuerte tirón hacia delante y las hace girar cuidando que no se salga el trillo de la parva. Cuando se acostumbran a marchar siempre en redondo se serena la marcha y toma un ritmo regular. Cuando ya está suficientemente asentada la mies nos dejan subir al trillo a los chiquillos, pero sentados sobre una silleta baja al lado del que hace de gañán. A mi primo Pedro le dejan ya arrear solo porque es mayor y ha trillado el año anterior. Pero pesamos tan poco que no nos dejan mucho rato. Yo, sentado me aburro, así que cojo un palito y lo hundo en la mies para ver el surco que va dejando. Con cierta malicia, mi primo intenta sorprenderme así que arrea las mulas rápidamente y la fuerza centrífuga me hace rodar sobre la paja con silleta y todo, pero no me hago daño porque la paja amortigua el golpe. De vez en cuando a los chicos nos obligan a recoger los cagajones de las mulas en una cesta para que no los arrolle el trillo y se mezclen con el grano. Hay que hacerlo rápido, antes que te atropellen las mulas en su vuelta siguiente. Mientras tanto nos dejan manejar las horcas de madera blanquísima más grandes que nosotros y también con grandes dientes que a mi parecen los dedos de una enorme mano. Con ellas removemos la mies a discreción desde el borde de la parva y a veces nos aventuramos detrás del trillo hacia el centro donde uno puede estar a salvo durante unas cuantas vueltas mientras la yunta gira alrededor. En su conjunto el trillo aparece como una herramienta primitiva pero su eficacia no admite parangón: En pocas horas la parva está lisa, las cañas se han reducido a paja entre la que se adivina el grano que salta por la popa formando una pequeña estela.
Cuando está lista se amontona y se barre la era de nuevo. Mi tío Juan Manuel tira al aire un puñado de paja con su grano para saber la dirección del viento. Enseguida empezamos a tirar paladas de mies al aire, la paja se la lleva la brisa y va cubriendo la parte de la era hacia donde sopla de un polvo fino como nieve. Cuando ya no se ve el suelo, a una distancia prudencial colocan un buen rollizo de pino que detiene el vuelo de la paja para que forme un montón más concreto. La faena, facilitada por las brisas vespertinas, dura algunas horas hasta que al final quedan dos montones, uno pequeño de granos dorados y algo morenos y otro grande y blanco un poco más allá. Al anochecer, después de cenar mis tíos y yo nos aprestamos a dormir en la era al lado del trigo, más por tradición que por miedo a los ladrones. Acostado en un jergón miro las estrellas que tapizan todo el cielo antes de dormirme y a la mañana siguiente me despierto en la cama un poco irritado por que no me dejaron acabar la experiencia de dormir al raso. A la tarde cuando se separan las granzas del trigo empieza otro ritual nuevo: la cuantificación de la cosecha. Bajamos mi primo y yo la media fanega de la cámara y con las palas la llenan una y otra vez, yo soy el encargado de enrasar con un palo que paso por los bordes y de contar con cuidado cuantas veces se vierte en los sacos que luego se vacían en la troje. El resultado es siempre satisfactorio por escasa que sea la relación entre lo sembrado y lo recogido: la tierra es siempre generosa con el esfuerzo.


La vendimia

Un día mi abuela emprendió una tarea extraña: con una cerilla y una piedra amarilla se metió en la tinaja del vino que estaba volcada sobre el suelo de la bodega. Encendió la piedra y la dejó arder dentro durante mucho rato. La tinaja se llenó de humo acre y también parte de la bodega, así que ni me dejó entrar en la tinaja como yo quería ni estar más en la bodega. No es que me pareciera arte de brujería porque yo lo preguntaba todo así que supe que aquello era un ritual imprescindible para la elaboración del vino, ya que se acercaba la vendimia.
Esta consistió en bajar a recoger las uvas de las parras que crecían dispersas por las hormas de los bancales donde se sembraba trigo, centeno o pimientos y tomates. Recogidas las uvas en espuertas de esparto y cestas de mimbre, mi tíos las echaron en la artesa de amasar el pan. Se quitaron las abarcas, se lavaron cuidadosamente los pies y empezaron a pisar la uva. Naturalmente yo también me metí en la artesa pero mi poco peso ni siquiera hacer reventar los granos y además los raspajos de los racimos me hacían cosquillas en la planta de los pies. Después de un buen rato el zumo negro y espumoso rebosaba por los bordes de la artesa. Mi abuela lo recogía con un jarro de hojalata y me dio a beber un mosto dulce y espeso. Colaron el mosto y lo depositaron en la tinaja y ya no supe nunca nada más de él. Sólo que el mosto ya a medio fermentar me hizo sentir una extraña agradable sensación de felicidad que causó la hilaridad y el regocijo de mis tíos y de mi abuela. Cerca de las viñas crecían melocotoneros, ciruelos y otros árboles frutales siempre dispersos entre los bancales de olivos. Recogimos los melocotones y los albaricoques y los extendimos en zarzos de caña. Allí estuvieron secándose al sol por varios días hasta arrugarse y alcanzar el sabor agridulce más placentero que se puede obtener de la tierra que uno ha cultivado con sus propias manos.

EL FERRI

El Ferri

Un día, mi padre se fue a Madrid a comprar un bombo de Lotería. Un bombo grande, de hierro como los de verdad, de los que usaban en la Lotería Nacional, sabes, no sé si con cinco mil bolitas blancas de madera de boj con sus numerillos, claro. Bueno no sé si cinco mil, un montón, como para todo el pueblo, sabes. Se cambió el traje de pana cruda traída de Castuera por uno de paño y la boina negra por un sombrero de fieltro de ala corta. Colgó el guardapolvos azul de ferretero en la trastienda porque entonces cada profesión llevaba un distintivo, los carniceros un delantal verde a rayas negras y los dependientes una bata azul y yo no sé y cogió el autobús para Madrid, el único lugar donde se podía comprar algo así, me refiero al bombo, porque en la capital, ya sabes, esto no era nada entonces, no era como ahora con la Universidad y el Eroski. En la ferretería, los recién casados componían su ajuar de sartén matancera, batería de ollas y pucheros de porcelana de esa roja y vajilla de porcelana blanca, bueno que no era porcelana, sino un esmalte por encima, que era de hierro, y claro, cuando le daban un golpe se desconchaba, pero le decían porcelana, de aquellos platos blancos con el orillo azul que siempre tenían tres puntitos en la base, sabes, del trípode donde los ponían a cocer en el horno, para cocer el esmalte. Luego ya los hacían de colores, y hasta les añadían una flores, pero no eran igual. Aquellos eran más caros, sabes. Había azafates, palanganas con su palanganero de hierro forjado, la mínima expresión del arte de la forja, claro, que luego cuando se hacían viejos los pintaban con titanlux verde o con minio de plomo, de ese de las estufas panaderas. Todavía se pueden ver en algunos patios de macetero o algo así. Los más ricos no compraban esto, se llevaban un lavabo completo que vendían con el dormitorio, claro, nosotros no vendíamos muebles. Como no había cuartos de baño se instalaba al lado de la cómoda con su espejo abatible, su palangana de porcelana o de loza, esta vez auténtica y abajo entre las patas del artilugio tenía una base para el jarrón del agua, o no, para el cubo de desagüe, porque la palangana llevaba un tapón más o menos como los de ahora. Antonio, por otras dos cañas y danos una tapa mejor, hombre. También había estufas con sus tubos, que los tubos se vendían aparte, por metros, sabes, pero esto era después, que antes se arreglaban con la lumbre y allí ponían el puchero del cocido con su morillo detrás para que no se volcase. O la sartén de patas, y encima de las trébedes si era sin patas, porque las había de todos los tamaños, hasta esas grandes que llamaban matanceras, sabes, que hasta necesitaban un refuerzo en el mango, bueno unas pretinas de hierro que sujetaban la sartén al mango haciendo un arco. Antes eran de barro, los pucheros, digo, pero se rompían, y los de porcelana, aunque con desconchones, duraban media vida, bueno, hasta que estaban tan negros que no se distinguía aquel color colorado más que por el asa. Por dentro eran azules. Se llevaban de todo lo que se puede necesitar en una casa, bueno, lo que no se llevaban de casa de los padres al casarse, ollas, cubos de cinc y barreños, que tenían un aro al fondo que cuando se rompía el barreño era el aro mejor y más barato que se podía encontrar. Entonces ibas a Manolo el herrero y si se encontraba de buenas te hacía una guía a medida del aro con una barra de alambre grueso en forma de u, que podías andar con tu aro un kilómetro sin que se te parara ni se te saliera de la guía. Yo aprendí a hacerle un poco la pelota ayudándole a soplar el fuego de la fragua con un fuelle gigantesco colgado del techo que amenazaba con caerme encima, así es que tenía todas las guías que quería según el tamaño de los aros. A los demás chicos les gruñía o les decía que tenía mucho trabajo, pero a mí no porque además éramos vecinos. Manolo el herrero además era el electricista del pueblo pero muy rara vez lo vi trabajar en ello. A veces me iba con él a la fragua y observaba como hacías las herradura y los clavos de herrar, que entonces no los vendían ya hechos y luego ponérselas a las mulas sacando previamente los clavos gastados y recortándoles el casco con una herramienta especial para aquella tarea. Cuando una mula mordía o amenazaba con dar coces el dueño le daba en la grupa con un vergajo pero él les reconvenía y les aplicaba un cepo en el belfo. Para hacerme la guía ponía en la fragua el extremo por donde no estaba la u y cuando estaba al rojo vivo pinchaba la guía sobre un palito corto que le llevaba yo y cuando se enfriaba el hierro no se movía para nada. Al entrar la guía se quemaba la madera dejando un humo que olía según de qué manera se tratase. Yo era el único del pueblo que tenía siempre una guía con mango de madera. Entonces no había juguetes como ahora con el Mercadona y el Eroski, así que nos arreglábamos con el aro y el trompo, que necesariamente había que tirar al tejado acabado el verano, por los santos, porque teníamos una cláusula que nos obligaba: el día de los finaos, trompos y cuerdas a los tejaos. De los cubos también se podía sacar el aro, pero era más pequeño y era difícil de guiar, lo que pasa es que en una casa abundaban más los cubos que los barreños, sabes, bueno tú te acordarás igual que yo, así es que todo el mundo tenía más bien aros de cubo, porque se rompían más porque los barreños sólo se usaban para la matanza, lavar la ropa o bañarse los críos en verano. En cambio con los cubos estaban todo el día para arriba y para abajo con ellos, como no había cuartos de baño ni agua corriente...No era como ahora. Y bueno, nosotros porque teníamos pozo en casa, pero los que no tenían , siempre estaban entrando y saliendo con cubos y botijos. Mi casa siempre estaba abierta para que entrase quien quisiera, sin necesidad de dejar el mostrador para atender a fulanita o menganita. Cuando ya eran viejos los cubos se ataban a la cuerda del pozo y se dedicaban a sacar agua poniéndoles en una oreja del asa unas cuantas tuercas gordas para que se hundiera bien de ese lado. A veces se rompía la cuerda, sabes, y el cubo se quedaba en el pozo. Entonces había unos garfios que se arrastraban por el fondo girando en torno al pozo para sacarlo. Siempre se sacaba el cubo, oye, no sé cómo pero siempre acababa saliendo y además lleno de agua, claro. También vendíamos en la ferretería garfios de aquellos, como anzuelos gigantes pero sólo cuando se quedaban también en el fondo del pozo con el cubo, o sea, casi nunca. Cuando un cubo se jubilaba del pozo se le quitaba el aro, y hala, a correr por todo el pueblo. Hasta hacíamos carreras y entonces se llenaba la calle de aquel chillido que producía la guía rozando con el aro. Yo tuve una vez el aro más grande del pueblo. Era un aro de aluminio que se abría y se cerraba porque era para sujetar la tapa de uno de aquellos bidones de cartón que venían llenos de leche en polvo. Por el sistema de cierre sólo podía conducirse en una dirección, porque si no se enganchaba en la guía y cada vez que pasaba el cierre por la guía hacia un clic así que hasta podía contar las vueltas, sabes, bueno, perdona pero es que en cuanto me tomo tres o cuatro cañas me da por hablar y no paro. A lo mejor te aburro. Bueno, esto lo sabes tú como yo. Antonio, pon otras dos cañas, tampoco hemos bebido tanto. Luego había cosas que sólo compraban los hombres, sabes, cuerdas de esparto primero y luego de pita o mazos de pita sin trenzar, que luego eran las mujeres las que se dedicaban a hacer la pleita . En mi pueblo se hacía la cuerda hacia atrás pero yo sé que en algunos sitios se hace hacia delante, es curioso, no, lo mismo que el punto, aquí lo hacían con las agujas por debajo de los brazos pero en México lo hacen con las agujas por encima. Pero bueno, eso era las mujeres; los hombres se llevaban rejas de arado primero y luego ya de cultivadores para tractor, tornillería de todas clases, bueno tú no sabes la de clases de tornillos que puede necesitar la gente, sobre todo si ya tienen tractor, que antes la reja se calzaba con una simple cuña de encina, toma, quieres un pito. Además había tela metálica de esa de hexágonos para los gallineros y otra fina para hacer mosquiteras o para las fresqueras, que se sacaban de noche al patio, como no había neveras... No era como ahora, bueno nosotros ya las vendíamos hechas, de madera y tela metálica, con una puerta, sabes. Ah, y luego estaban las planchas, sabes, como duraban siglos no se vendían muchas, pero había muchas clases, una que se ponían directamente al fuego y que había que limpiar antes de cada planchada, hasta que se enfriaba. Luego había otras barrigonas, que parecían trasatlánticos con su chimenea, que encerraban las ascuas dentro, como dragones y que suponían un avance enorme, no técnico porque seguro que las usaron los romanos, sino del poder adquisitivo. Así que las mujeres, cargadas de hijos como estaban, fíjate que nosotros éramos tres y eso que no éramos gente del campo, porque nosotros éramos del comercio, a nosotros, bueno, yo, en mi pueblo soy el ferri, lo mismo que mi padre, y ahora el imbécil de mi cuñado. Las mujeres, digo, sólo podían planchar de noche, cuando los críos estaban en la cama, y en la lumbre sólo quedaban las brasas que eran lo bueno para la plancha transatlántica, ya sabes, quitándoles bien la ceniza, que si no manchaban la ropa porque se les caía por los ojos de buey que tenía abajo sobre la suela. Los agujeros eran para que entrase el aire y no se apagasen las ascuas. Estaban bien pensadas. Eran ya un instrumento tecnológico, chico. Una ropa que olía a romero y a humo de encina. No sé, creo que el calor de aquellas planchas se conservaba toda la semana que duraban las sábanas y luego se mezclaba con el calor corporal ganando matices incluso los de las poluciones nocturnas como decían los marianistas, que invariablemente se producían al primar día de estrenar las sábanas; creo que aquel olor estimulaba el erotismo, bueno el autoerotismo, ya sabes. Sin embargo aquellas sábanas no olían igual que las que usábamos en los marianistas, y eso que nos las llevábamos planchadas de casa. Bueno yo les llamo transatlánticas porque me parecían un barco de vapor de aquellos de tiempo del Titanic, con su chimenea y todo, una chimenea gordota y torcida en ángulo recto, no como la de los barcos que la llevaban inclinada hacia atrás para arrastrar mejor el humo, el viento digo, quiero decir que el viento arrastrase mejor el humo, vaya. Eran negras y tenían un perfil como la proa de los barcos, potentes y como capaces de navegar por las sábanas durante millas y millas; a veces hasta soltaban una bocanada de humo para gran espanto de mi madre. Sección aparte la formaba la esportillería de goma negra, moldeada por fuera como imitando el esparto, pero sin aquel brillo de oro viejo que alcanzaban con el tiempo las auténticas espuertas de pleita. Cuando dejaron de hacérselas ellos mismos, se inventaron las de goma. Y, bueno, cuando hubo excedentes de caucho, ya sabes, Manaos, Fitzcarraldo y todo aquello, que se hacía planchar los cuellos y los puños en París para ir a su propio palacio de la ópera en medio de la selva. Joder qué cosas han pasado, ya no pasan cosas así. Se apilaban en un rincón formando torres, las espueratas digo, las más grandes abajo para que no se cayeran, lo mismo que los cubos y los calderos. Las más gordas eran las de los capachos, sabes, los capachos de la aceituna, pero sólo se sacaban en invierno. Pero capachos, espuertas, esportillas, seras y serones de esparto fueros sustituidas poco a poco por el universo del caucho, con lo bucólicas que resultaban las aguaderas encima de las albardas o a los lados del porta de la bicicleta, pequeñitas para llevar el cántaro del agua o el botijo a la siega y la merienda y la bota. Pero de lo que un ferretero se podía sentir más orgulloso era de la cajonera de detrás del mostrador, sabes; detrás del mostrador se clasificaba la ferretería en cajones innumerables, cada uno con una muestra del objeto que contenía en el frontal, a veces haciendo de tirador mismo y debidamente atornillado como quedarían en su sitio. Si buscabas bisagras tirabas de un pomo y aparecían cuatro tamaños de bisagras porque además se organizaban por tamaños, así es que era muy fácil encontrar cualquier cosa. Luego, los días de mercado se sacaban a la puerta las cosas que estorbaban el paso de los clientes o se colgaban en el dintel como reclamo cazos, espumaderas y candiles de bronce o de latón con aquel brillo que encandilaba a las mujeres. También los había de hojalata, para los más pobres, con una pantallita detrás de la torcida para que alumbrara más. Ah, y los almireces; el almirez era el mejor regalo de boda, puesto en su almirecera, de madera labrada con su mano debajo. Pero bueno, lo más heoico era cobrar las cuentas. Con el cuaderno se llevaba la contabilidad de cada uno, unas veces te daban dos reales, otras una peseta, pero no era forma, sabes, para pagar un ajuar se podía tardar tres años , había que estimularles al pago de la forma más regular posible. Así es que a mi padre se le ocurrió lo del bombo, sabes, toma, fuma de éste, que es mejor. Lo pagaban en cuotas mensuales que mi hermana como hija del ferretero, bueno le llamaban el ferri, a todos nos lo decían, bueno nosotros ya hemos perdido el nombre porque nos dedicamos a otra cosa, fíjate, yo entré en el Seminario y ahora me dedico a esto y como en verano viajo pues ya casi no voy al pueblo y ella ya está casada así es que ahora el ferri es el imbécil de mi cuñado, sabes, pues ella, cuando estaba soltera llevaba la contabilidad, un cuaderno de esos de gusanillo, no iba a estar vendiendo cosas en el mostrador; llevaba la contabilidad en el cuaderno, bueno la lista de los parroquianos y las cuotas de cada uno, y entonces iba de casa en casa intentando cobrar y a veces se juntaba con la criada del médico que también iba de casa en casa a cobrar la iguala, pero si cobraba uno no cobraba la otra, así es que, que si no tengo, que si mi marido está en Suiza, no se les podía presionar mucho porque también había que estimularles a que siguieran comprando aunque fuera a crédito porque como había tan poco dinero, sabes, no era como ahora, con Mercadona y el Eroski, que vienen los fines de semana con la furgoneta y cargan para todo el mes. Luego se fueron familias enteras a Barcelona o a Bilbao y allí se quedó el cuadernillo con las cuentas. Antonio, ponnos otra, coño, que no estás en lo que estás. Bueno, pues se le ocurrió lo del bombo, un bombo de verdad como los de la lotería de verdad y para que siguieran comprando, durante todo el año, por cada compra, les daba unos puntos si eran del pueblo, que si eran forasteros no, y luego, cuando se acercaba la Navidad, al llegar a los cinco duros o yo no sé cuanto, según lo que debiera cada uno, cambiaba los vales por una participación de su lotería. Así que, todos los años, el ferri, mi padre, el dieciocho de diciembre sacaba a la plaza del pueblo su bombo con sus cinco mil bolas de madera de boj y con la expectación que te puedes imaginar en aquellos tiempos... si en mi pueblo había cinco aparatos de radio, celebraba el sorteo , sabes; si el afortunado tenía la deuda saldada cobraba el premio, si no, los fondos la cancelaban y se quedaba sin cobrar, pero sin deudas. Bueno , a lo mejor les regalaba un cazo o un puchero. Yo no sé si era legal, pero tampoco me lo planteo. Aquellos tiempos no eran como ahora.