Sunday, January 08, 2006

Hoja número 13 de mi cuaderno de bitácora

Hoja número 13 de mi cuaderno de bitácora



El coleccionista de besos no es un traficante como muchos que son capaces de cualquier maniobra para conseguir un ejemplar valioso. El coleccionista de besos no siente placer en el proceso de búsqueda, tráfico y posesión, sino que prefiere encontrarse sus ejemplares como por casualidad, sin consultar catálogos, sin esforzarse proporcionalmente al valor de lo que busca, porque sabe que el valor de muchas cosas no es el de cambio que es un valor relativo sino el valor de hallazgo que depende de la oportunidad que, como todo el mundo sabe se presenta una sola vez en la vida y con la oportunidad no se pueden hacer previsiones ni negociar . El coleccionista de besos no parte de catálogos cerrados en los que un solo elemento, el menos frecuente siempre, es el que la cierra y ha de realizar una búsqueda continua, a veces obsesiva que le lleva a todo tipo de maquinaciones. Pero en cuanto tiene un momento de flaqueza alguien se le adelanta y por eso muchas colecciones se abandonan inacabadas porque falta sólo ese último elemento, que la mayoría de las veces no es el más significativo sino es por su ausencia. Entonces la razón de ser de la colección desaparece y todos los besos desde el primero hasta el penúltimo no son nada, porque para ser algo, todos necesitan al que nunca fue encontrado. El coleccionista de besos ni siquiera trabaja con catálogos abiertos, no los necesita , porque sabe que los besos, aunque los hay de muchas clases no se pueden catalogar porque su existencia está sujeta a las más rigurosas leyes del azar y nadie puede conocer esta leyes. El coleccionista de besos no se propone incrementar ni acabar su colección porque el beso más significativo ya lo tiene desde siempre porque es uno que no depende de la frecuencia de aparición, ni de su rareza, ni de su precio, ni de un lugar en la lista ni del esfuerzo realizado para poseerlo. Para el coleccionista de besos , el más valioso es el que le regalaron una noche cerca del mar , sin esperarlo, sin pedirlo, sin obedecer a ninguna efeméride, sin que se pudiera prever porque no se daban las condiciones necesarias para que toda contingencia se convierta en acto. Era un beso que no era preludio de nada, sin pretensiones ocultas o estratégicas; en una palabra: era ofrenda pura y fue pura aceptación. Al coleccionista de besos le dijo su mejor amiga después de retocarse los labios con una barra de grasa de cacao: ven que te voy a dar un beso con sabor a melocotón. El coleccionista de besos se acercó a su amiga, se dejó abrazar suavemente y su boca fue inundada por la fruta más tierna que se puede paladear: por fuera sabía verdaderamente a melocotón pero por dentro tenía el sabor de todos los jugos vegetales, animales y minerales que nunca se pudiesen destilar. La sensación se esparció lentamente por todo su cuerpo desde la lengua hasta los calcañares como cuando se moja un terrón de azúcar, pero rápido como un escalofrío. Luego se concentró arteramente en sus rodillas provocándole un leve temblor que sólo contuvo el abrazo de su amiga y cuajó en una réplica de sí mismo que ya se hizo comunión infinita. Desde entonces, el coleccionista de besos ya no sabe si encontrará alguna vez un beso como aquél; aparentemente ni espera ni desespera , sólo de vez en cuando en las noches de insomnio hojea su álbum durante un rato y luego lo cierra suavemente sin hacer ruido después de mirar en último lugar aquel beso que le regalaron una noche junto al mar. Sin embargo, el coleccionista de besos como buen coleccionista que es , en el fondo de su corazón todavía conserva la esperanza de oír alguna vez: ven que te voy a dar un beso ...

Hoja nº 12 de mi cuaderno de bitácora



El moro Mohamed no es que se llamara igual que todos los moros como creen algunos, es que se llamaba de verdad Mohamed, es decir, para mayor precisión se llamaba Mohamed Amar Mohamed y era moro de Ceuta con todo lo que ello implica. Aunque no escribía ninguna lengua, hablaba castellano y francés con acento andaluz además del àrabe y el indi necesario para entenderse con su segunda mujer, Zora, que él pronunciaba Zorra. Así que me daba mucha risa nombrarla cuando me hacía escribirle aquellas cartas encendidas que me recordaban los textos de los poetas andalusíes que nos presentaban en la clase de literatura. A mí me parecían el colmo de lo cursi e incluso me producían un poco de rubor, pero poco a poco comprendí que eran fórmulas obligadas entre moros, similares a las que me hacían poner en las cartas cuando siendo muy pequeño fui por primera vez escribidor, Porque yo fui escribidor dos o tres veces, la primera cuando tenia cinco años y pasé uno o dos veranos en el cortijo de mis abuelos y tenía que escribir a mis padres lo que me dictaban mis tíos y luego a los veinte, cuando conocí al moro Mohamed. Desde entonces cuando escribo algo, digamos de creación, tiene siempre un ligero tinte epistolar y, de hecho siempre hay un destinatario de referencia más o menos concreto y más o menos lejano al que se dirigen mis escritos. A veces un mismo escrito vale para distintos destinatarios pero nunca me parece apropiado para cualquiera o para todos los que sepan leer; necesito que existe una cierta afinidad, o sea, algún tipo de familiaridad o al menos de proximidad entre ellos para que sea adecuado a más de un lector. Probablemente este es uno de los estadios más primitivos de la escritura y no he conseguido ni pretendo dar el salto hacia una producción válida para cualquier lector. Si es así no me importa en absoluto asumir que lo mío sea sólo ser escribidor ya que jamás hice ni haré nada por adoptar el oficio de escritor aunque mi dominio de la escritura esté por encima de lo mediocre según afirman mis corresponsales. Porque esta es otra de las características de mi escritura: casi siempre tiene respuesta, aunque sea oral, y si es a distancia , escrita, como corresponde al auténtico género epistolar.
Sentados pues los principios de mi oficio o afición paso a relatar las vicisitudes que me trajo aquella dedicación ocasional pero que practiqué con todo el empeño que cada situación requirió. Debo decir que esta cualidad mía debía ser muy evidente en algún rasgo de mi cara porque en una ocasión y volviendo del Instituto con mis libros bajo el brazo por la Calle Altagracia una más que abuela me llamó, me hizo entrar en su casa y leerle una carta de su hijo que, casado en Cuenca, le hacía las protestas de rigor que hace un hijo a su madre cuando no viene mucho a verla porque congenia más bien poco con la nuera. La vieja estaba como apostada a la puerta a ver si pillaba algún estudiante propicio a sus fines y entre los que pasábamos me eligió a mí. Por eso digo que se tenía que notar de alguna manera mi cualidad de escribidor. Leída la carta, tuve que contestarla al dictado aunque poniendo algo de mi cosecha como cualquier escribidor que se precie. Entre tanto, su marido le recriminaba de vez en cuando su desparpajo para pedir favores, a lo que ella achacaba que siendo tan guapo seguro que no me importaba hacer un favor que para ella era tan grande y para mí tan poco trabajoso. Finalmente la señora me quiso recompensar mi servicio invitándome a una pobre comida que no acepté aunque la hora me lo aconsejaba encarecidamente. Y todo porque, ni era sitio de confianza ni soportaba más el olor a hormiguero que invadía toda la casa. Porque yo conozco el olor que tienen los hormigueros por dentro. No sé cuando ni cuantas veces lo experimenté pero jamás olvido lo que se llama un mal olor. Y menos el de los hormigueros, que lo produce el ácido fórmico que ellas crían con un finalidad que no se me alcanza, puede que para espantar a sus enemigos. He dicho que no soportaba más aquel olor pero no que lo detestase, porque a mí no me molestan los malos olores a condición de que sean naturales, excepto los de las pinturas que también me gustan. Sin embargo, me resulta muy difícil soportar las fragancias sintéticas que están tan de moda y son tan caras. Incluso me disgusta una que imita perfectamente ese olor que se produce, justo en el manantial de las fuentes naturales en las que crece muy cerca del agua unas plantitas parecidas al trébol que creo que se llaman berros y son comestibles; en cambio, si experimento ese olor en la propia fuente, me produce tal excitación que me harto de beber agua de bruces y nunca a estilo pinero para sentirlo mejor. Debo decir que a beber agua al estilo pinero me enseñó mi abuelo que lo fue por la sierra de Cazorla cuando todavía se construían ferrocarriles y consiste en agacharse junto al río o fuente y lanzar hacia arriba manotadas de agua que han de atraparse con la boca con toda la habilidad de que uno disponga, sobre todo por la postura que se haya adoptado y la frecuencia de las manotadas. Las razones por las que se practica poco este estilo de beber agua tan noble no las sé, pero es probable que sea exclusivo de pineros por la costumbre de andar más por los ríos que por las fuentes . En cualquier caso, puede que yo sea uno de los pocos depositarios de esta ciencia de beber agua que queden... Los abuelos de ahora me parecen un poco desnaturalizados y no sé si pueden enseñar estas cosas.
Hay otros olores relegados al capítulo de los desagradables que no me causan ningún rechazo, como el de algunas plantas en primavera que los días de polinización tienen un perfume igual que el de la menstruación juvenil. Como los olores no tienen nombre sino que decimos que huele a sudor o a alquitrán, aquel es sin duda a lujuria, es decir a óvulos tanto femeninos como botánicos en eclosión. Todavía podría hablar elogiosamente de las cualidades de otros olores que con mucha razón podrían ofender las papilas olfativas de la mayoría y que en ningún caso alcanzarían la categoría de aromas. Creo que ya he pensado sobre esto en otro lugar y quizá sean las mismas ideas, pero pueden que ahora sean más frescas, una cualidad que se exige a los perfumes.
En fin, que aquel olor que no era a comida pudo más que la familiaridad que ahora ya era alguna por el conocimiento que me proporcionó la escritura de la carta y allí dejé a los dueños de la casa comiendo un triste guiso de los de cuchara que tenían preparado en una mesa baja en el centro de la estancia. Sin embargo me fui con la desesperanza de encontrar plato y cuchara en casa ya que dada la hora que se había echado encima no parecía probable que me estuvieran esperando para comer.
Desde entonces, cada vez que había carta, la abuela me esperaba a la puerta de su casa para responderla, así que pude formar un equipo bastante coherente con un cartero al que nunca conocí.

hoja nº 11




Un año más he recogido mi cosecha de almendras. Antes lo hice con las cerezas y las uvas que se malograron por el mildiu, después con las aceitunas de las que tenemos medio cubo y sólo quedan las quince naranjas que aún verdes esperan la legada del invierno. Por las tardes dedico algún rato a cascar almendras para que mi hija las coma tostadas y mi mujer cocine el pollo al que no le añaden sabor alguno. Además este año pienso darle a Aurora unas pocas para que fabrique turrón de jijona con la termomix, que el año pasado le salió tan bueno como el de fábrica. Mientras casco mis almendras me doy cuenta de que en un patio de sesenta metros estoy remedando aquello del agricultor autosuficiente sólo que con mis almendras, naranjas y aceitunas estoy muy lejas de poder subsistir. Claro que tampoco lo pretendo, naturalmente. Los tiempos han cambiado mucho desde la agricultura de manual de Cicerón . Sin embargo, me pregunto cuánto tardan en cambiar los tiempos y como se sabe que han cambiado.
Cuando era un adolescente de bachillerato vivíamos en una finca lejos de aquí y bastante aislada que no tenía luz eléctrica ni agua corriente. En realidad era una villa autosuficiente como las que proponía Cicerón que había evolucionado en sus aspectos técnicos pero que mantenía la misma estructura que se mantuvo durante toda la edad media hasta mediados del siglo veinte y que garantizaba la subsistencia con garantías de cierta perpetuidad . Tenía un gran patio central con una casona más o menos señorial con porche que ocupaba toda un ala y en las otras dos alas se alineaban las casitas de los gañanes, el mayoral y el almacén de la maquinaria.. El ala sur estaba abierta al campo y tenía toda ella un poyo corrido desde el cual se podía asistir a los bellísimos atardeceres de verano y a las sesiones berrea de los ciervos en la colina de enfrente en otoño. Adosados a todas las alas estaban las dependencias de los animales que completaban la célula perfecta de aquella unidad económica y social: los establos para los bueyes, la tinada para las ovejas y las cabras, las zahúrdas y gallineros y sobre todo, la fragua, santuario de toda la tecnología necesaria para alimentar la cultura del hierro todavía vigente. Incluso bajo la casa donde vivíamos había un sótano que una vez hizo las funciones de bodega, almacén para la miel y los frutos secos , el trigo y no sé que otras cosas cuyo olor aún parecía impregnar las paredes. Tenía dos habitaciones y la que tenía ventana la usábamos como palomar. Alrededor de aquellas casas y ya en el campo, pero muy cerca, estaba la viña, el campo de almendros, la huerta, llena de manzanos y ciruelos y el campo de frutales ya casi perdidos pero que mantenía algunos perales y quizá algún olivo. Más lejos estaba el campo abierto que podía proveer de todo tipo de caza y de algún valle resguardado, Valdelapedriza, donde todavía se cultivaban los cereales.
Lo que más me cautivaba, aparte de la significación global de aquel conjunto era la fragua. Cada vez que la visitaba tenía que expulsar a las gallinas que vivían sobre el banco, los anaqueles y las vigas porque me daba la sensación de que estaban profanando algo con sus cacareos, sus gallinazas y su familiar descaro. Además aquella fragua me recordaba otra fragua de cuando era niño en la que todavía el herrero, mientras pasaban tractores por la puerta, calzaba a las mulas, aguzaba rejas y nos fabricaba las guías para los aros con los que jugábamos los chicos del pueblo a cambio de accionar el fuelle durante un buen rato. Había otra fragua más en el pueblo en la que ya se ponían parches a las ruedas de las bicicletas y se regulaban los carburadores de las motos que entonces eran herramientas de trabajo para los mayores y no de ocio para los niños. Pero mi herrero favorito no hacía estas cosas, tenía una fragua condenada al cierre porque se negaba a evolucionar. El fuelle era realmente un fuelle gigantesco y no un soplador eléctrico como en la otra y por supuesto no había macho pilón ni taladradora de columna ni juego de terrajas para hacer la rosca a los tornillos. Pero mi herrero hacía a mano los más hermosos clavos de herrar que he visto nunca y forjaba a medida las más fuertes herraduras que colocaba aún calientes en los cascos de las pacientes burras del pueblo. A fuerza de observar aprendí el oficio y todos los procesos necesarios para desempeñarlo y todavía podría hacer herradura y clavos como aquellos si me lo propusiera. Naturalmente sería inútil pero desde entonces admiro toda obra de creación que sale de las manos.
En fin, que mi fragua estaba ya muerta, como los establos y la viña y formaba una cadena en el tiempo con las otras dos que conocí años atrás. Los tiempos habían cambiado, pero no tanto, aunque todavía recogíamos las uvas, almendras y manzanas como hago yo ahora , un poco por deporte y otro poco porque mis padres en su cortijos andaluces y los que allí trabajaban en su pueblos, habían conocido todavía esa forma de vivir.
Más adelante, la lectura me retrotraía a menudo a tiempos más antiguos y a autores que advirtieron el riesgo del cambio que amenazaba un mundo estable, sin sobresaltos, fuertemente consolidado por unos principios establecidos en la época de Cicerón y suficientemente contrastados durante toda la historia desde la edad media, hasta el siglo XIX. Mientras Pereda y Valera hicieron retratos idílicos de un mundo que barruntaron a punto de desaparecer pero cuyos síntomas no advirtieron, Clarín y sobre todo la Pardo Bazán tomaron nota de la existencia de aquella pequeña masa dicharachera que por la tarde salía de las fábricas sudorosa pero satisfecha con un pequeño reflejo de libertad o felicidad en la cara que no sé si la condesa pudo comprender a qué obedecía. Merimé no lo comprendió nunca y Bizet menos: allí las cigarreras eran mujeres de baja estofa sujetas a pasiones vulgares y su descripción carece del tinte respetuoso que les dio la Pardo Bazán a las suyas.
La vorágine de las vida moderna de las grandes ciudades que ya aparece en Galdós con su mosaico de gentes, ocupaciones y conductas y su multiplicación hasta el punto actual de Madrid o el Nueva York que veo en el cine no me parece ni buena ni mala, simplemente acota mi perspectiva histórica por el presente como aquella finca con su fragua lo hacía por el pasado. Lo que no haría nunca es situarme en un modo de vida que estuviera en ninguno de los dos extremos: jamás viviría como en Nueva York ni me iría a un pueblo abandonado de las montañas de León para vivir de la huerta y el olivar como hacen los que proponen un modo de vida alternativo que pertenece al mundo de nuestros abuelos y ya de los museos etnográficos. Prefiero seguir observando. Mientras que ya estamos en Un mundo Feliz, hasta que lleguemos a Matrix o Blade runner o yo que sé qué propuestas descabelladas la espera merece la pena. El espectáculo está garantizado.

Hoja nº 10 de mi cuaderno de bitácora

Hoja nº 10 de mi cuaderno de bitácora


Estaba yo sentado frente al televisor medio adormilado después de comer, cosa que me sucede a diario. Una pareja se debatía en algún desencuentro como suele suceder en las películas, que en eso consiste muchas veces el argumento. El sopor no me permite identificar sus caras ni sus nombres ni en qué consiste ese desencuentro que percibo sólo por el tono del diálogo. No sé si ella es rubia como casi todas las actrices americanas o si lleva pantalones y un jersey ancho y de mangas largas que le cubren buena parte de las manos como a mí me gusta, porque no me digno abrir los ojos. No me importa tal desencuentro ni cómo lo van a resolver. Además, por la hora en que ponen la película no debe ser una gran estrella de la pantalla . A estas horas tempranas, las actrices suelen ser tan buenas como es habitual pero maduras o poco agraciadas físicamente y muchas veces desconocidas , cosa que sin embargo da cierto tinte de verosimilitud a las películas. Es la hora didáctica de la televisión, en la que se ejemplifica sobre la resolución de conflictos a menudo familiares: malos tratos, alzeimer, desigualdades sociales, etc. Con el murmullo de fondo me doy cuenta de que tengo que cortarme las uñas y de pronto, por alguna asociación de ideas fortuita tengo la revelación de que no recuerdo cómo son tus manos, que aparecen como borrosas en mi memoria o mejor, que aunque me esfuerce sólo las supongo como existentes pero sin poder adjudicarles una identidad definida, como si llevases siempre unas manoplas que las hacen invisibles o las escondieses totalmente en esos jerséis de manga larga que a veces llevan las chicas de las películas cuando se visten para estar por casa y que les dan cierta fragilidad . Puedo recordar bastante fielmente otros rasgos pero he notado con cierta alarma la carencia en mi memoria de alguna sensación que se relacione con ellas, cosa de la que probablemente no soy único responsable, pero que me ha hecho sentir culpable de no haberme fijado, de no haber tenido en cuenta el valor representativo de todas las potencias del cuerpo y la mente de las que las manos son término y a la vez mediación. Qué cosas me pasan. Querido cuaderno: en adelante prometo fijarme más en todo.

Hoja Nº 9 de mi cuaderno de bitácora

Hoja nº 9 de mi cuaderno de bitácora


Dice Magdalena que no nos preocupemos, que aunque el telediario cite cifras alarmantes sobre el contenido de los embalses, todo es pura propaganda de la oposición, que lloverá porque el gobierno tiene buen talante y el buen talante se premia con lluvia mansa si estamos en otoño y con brisa fresca si estamos en primavera.
Dice Magdalena que no nos engañemos, que esto de la sequía no es para siempre. Que dentro de poco veremos nuestros campos verdes, llenos de vacas lecheras y manchegos con impermeable segando prados como en Galicia.
Que nuestros montes se van a llenar en poco tiempo de hayas y robles, con sus helechos arborescentes ocultando en la penumbra de los bosques esas fresillas silvestres que parecen botones rojos; que vamos a tener castaños por los bordes de las carreteras en cuyo asfalto crecerá el musgo en las curvas de umbría...
Dice Magdalena, que de esto sabe mucho porque estuvo un verano en Asturias, que dentro de poco el queso de cabrales llenará nuestras despensas y con su olor telúrico a cueva y agua de lluvia y materia viva y que el reseco queso manchego lo tendremos que comprar en Holanda.
Dice Magdalena que nuestros arroyos y ríos, tristemente muertos en verano y con olor a monte de jara van a tener truchas grandes como salmones y que habrá concursos de pesca los domingos ahí mismo, en la Atalaya y que el don quijote azteca acabará pareciendo una meiga harapienta de enredaderas y yedra y no te digo nada del de la Plaza del Pilar que es de bronce y se le pega mucho más el orín.
Dice Magdalena, en fin, que de tener una miaja más de inclinación, nuestros cerros se llenarían de piraguas que acabarían bajando cuestas líquidas hasta el mismísimo embalse del Vicario.
Dice Magdalena que sí, que el clima ha cambiado, que ya no habrá que ahorrar para poder huir durante la feria a las Rías Bajas, que todo lo tendremos aquí a mano y que el Ave lo tendrán que ampliar, y harán una autopista desde el aeropuerto de Puertollano que va a llegar lo menos hasta Arroba de los Montes, que los hoteles tendrán tejados de pizarra y comeremos en ellos churrasco.

No sé, yo creo que Magdalena exagera un poco y tiene excesiva confianza en el gobierno o es demasiado optimista.