Un año más he recogido mi cosecha de almendras. Antes lo hice con las cerezas y las uvas que se malograron por el mildiu, después con las aceitunas de las que tenemos medio cubo y sólo quedan las quince naranjas que aún verdes esperan la legada del invierno. Por las tardes dedico algún rato a cascar almendras para que mi hija las coma tostadas y mi mujer cocine el pollo al que no le añaden sabor alguno. Además este año pienso darle a Aurora unas pocas para que fabrique turrón de jijona con la termomix, que el año pasado le salió tan bueno como el de fábrica. Mientras casco mis almendras me doy cuenta de que en un patio de sesenta metros estoy remedando aquello del agricultor autosuficiente sólo que con mis almendras, naranjas y aceitunas estoy muy lejas de poder subsistir. Claro que tampoco lo pretendo, naturalmente. Los tiempos han cambiado mucho desde la agricultura de manual de Cicerón . Sin embargo, me pregunto cuánto tardan en cambiar los tiempos y como se sabe que han cambiado.
Cuando era un adolescente de bachillerato vivíamos en una finca lejos de aquí y bastante aislada que no tenía luz eléctrica ni agua corriente. En realidad era una villa autosuficiente como las que proponía Cicerón que había evolucionado en sus aspectos técnicos pero que mantenía la misma estructura que se mantuvo durante toda la edad media hasta mediados del siglo veinte y que garantizaba la subsistencia con garantías de cierta perpetuidad . Tenía un gran patio central con una casona más o menos señorial con porche que ocupaba toda un ala y en las otras dos alas se alineaban las casitas de los gañanes, el mayoral y el almacén de la maquinaria.. El ala sur estaba abierta al campo y tenía toda ella un poyo corrido desde el cual se podía asistir a los bellísimos atardeceres de verano y a las sesiones berrea de los ciervos en la colina de enfrente en otoño. Adosados a todas las alas estaban las dependencias de los animales que completaban la célula perfecta de aquella unidad económica y social: los establos para los bueyes, la tinada para las ovejas y las cabras, las zahúrdas y gallineros y sobre todo, la fragua, santuario de toda la tecnología necesaria para alimentar la cultura del hierro todavía vigente. Incluso bajo la casa donde vivíamos había un sótano que una vez hizo las funciones de bodega, almacén para la miel y los frutos secos , el trigo y no sé que otras cosas cuyo olor aún parecía impregnar las paredes. Tenía dos habitaciones y la que tenía ventana la usábamos como palomar. Alrededor de aquellas casas y ya en el campo, pero muy cerca, estaba la viña, el campo de almendros, la huerta, llena de manzanos y ciruelos y el campo de frutales ya casi perdidos pero que mantenía algunos perales y quizá algún olivo. Más lejos estaba el campo abierto que podía proveer de todo tipo de caza y de algún valle resguardado, Valdelapedriza, donde todavía se cultivaban los cereales.
Lo que más me cautivaba, aparte de la significación global de aquel conjunto era la fragua. Cada vez que la visitaba tenía que expulsar a las gallinas que vivían sobre el banco, los anaqueles y las vigas porque me daba la sensación de que estaban profanando algo con sus cacareos, sus gallinazas y su familiar descaro. Además aquella fragua me recordaba otra fragua de cuando era niño en la que todavía el herrero, mientras pasaban tractores por la puerta, calzaba a las mulas, aguzaba rejas y nos fabricaba las guías para los aros con los que jugábamos los chicos del pueblo a cambio de accionar el fuelle durante un buen rato. Había otra fragua más en el pueblo en la que ya se ponían parches a las ruedas de las bicicletas y se regulaban los carburadores de las motos que entonces eran herramientas de trabajo para los mayores y no de ocio para los niños. Pero mi herrero favorito no hacía estas cosas, tenía una fragua condenada al cierre porque se negaba a evolucionar. El fuelle era realmente un fuelle gigantesco y no un soplador eléctrico como en la otra y por supuesto no había macho pilón ni taladradora de columna ni juego de terrajas para hacer la rosca a los tornillos. Pero mi herrero hacía a mano los más hermosos clavos de herrar que he visto nunca y forjaba a medida las más fuertes herraduras que colocaba aún calientes en los cascos de las pacientes burras del pueblo. A fuerza de observar aprendí el oficio y todos los procesos necesarios para desempeñarlo y todavía podría hacer herradura y clavos como aquellos si me lo propusiera. Naturalmente sería inútil pero desde entonces admiro toda obra de creación que sale de las manos.
En fin, que mi fragua estaba ya muerta, como los establos y la viña y formaba una cadena en el tiempo con las otras dos que conocí años atrás. Los tiempos habían cambiado, pero no tanto, aunque todavía recogíamos las uvas, almendras y manzanas como hago yo ahora , un poco por deporte y otro poco porque mis padres en su cortijos andaluces y los que allí trabajaban en su pueblos, habían conocido todavía esa forma de vivir.
Más adelante, la lectura me retrotraía a menudo a tiempos más antiguos y a autores que advirtieron el riesgo del cambio que amenazaba un mundo estable, sin sobresaltos, fuertemente consolidado por unos principios establecidos en la época de Cicerón y suficientemente contrastados durante toda la historia desde la edad media, hasta el siglo XIX. Mientras Pereda y Valera hicieron retratos idílicos de un mundo que barruntaron a punto de desaparecer pero cuyos síntomas no advirtieron, Clarín y sobre todo la Pardo Bazán tomaron nota de la existencia de aquella pequeña masa dicharachera que por la tarde salía de las fábricas sudorosa pero satisfecha con un pequeño reflejo de libertad o felicidad en la cara que no sé si la condesa pudo comprender a qué obedecía. Merimé no lo comprendió nunca y Bizet menos: allí las cigarreras eran mujeres de baja estofa sujetas a pasiones vulgares y su descripción carece del tinte respetuoso que les dio la Pardo Bazán a las suyas.
La vorágine de las vida moderna de las grandes ciudades que ya aparece en Galdós con su mosaico de gentes, ocupaciones y conductas y su multiplicación hasta el punto actual de Madrid o el Nueva York que veo en el cine no me parece ni buena ni mala, simplemente acota mi perspectiva histórica por el presente como aquella finca con su fragua lo hacía por el pasado. Lo que no haría nunca es situarme en un modo de vida que estuviera en ninguno de los dos extremos: jamás viviría como en Nueva York ni me iría a un pueblo abandonado de las montañas de León para vivir de la huerta y el olivar como hacen los que proponen un modo de vida alternativo que pertenece al mundo de nuestros abuelos y ya de los museos etnográficos. Prefiero seguir observando. Mientras que ya estamos en Un mundo Feliz, hasta que lleguemos a Matrix o Blade runner o yo que sé qué propuestas descabelladas la espera merece la pena. El espectáculo está garantizado.