Friday, June 30, 2006

Caleidoscopio


Caleidoscopio

La primera noche que pasamos en aquella casa se congeló el agua en la garrafa y las jarras y no hubo manera de hacer el café para desayunar. Al despertarnos había caído una nevada que impedía salir a la calle y caminar por el huerto, sobre todo por la pena que daba romper aquel manto blanco que cubría todo el pueblo y cualquier sitio al que se mirase. Aquello fue como un recibimiento prometedor ya que en los diez últimos años, en los dos sitios que habíamos vivido anteriormente nunca cayó más que la suave escarcha de cualquier invierno.
Sin embargo salimos a la calle a ver la nieve. Había pequeños corrillos que comentaban las hazañas de los que habían salido temprano a rastrear liebres y los que intentaron viajar en coche por la carretera de La Ossa.
Como dedicamos el resto del día a instalar muebles y enseres no tuvimos mucho tiempo de ver nuestra nueva residencia, así que, al día siguiente, aprovechando que no había gran cosa que hacer nos dedicamos a examinar la casa. En la planta baja tenía sólo dos habitaciones, una a cada lado del pasillo que se abría a la puerta de entrada; una hacía de cocina y otra de sala de estar y comedor. Esto era evidente porque allí estaba ya el sofá , la mesa y alguna sillas. La cocina se identificaba por el fogón de butano que mi madre había dispuesto sobre una mesa pequeña con la bombona al lado, pero no había otros muebles salvo barreños de plástico o lebrillos llenos de platos, cubiertos y vasos al lado de las garrafas de agua congeladas. Andando el tiempo, esta cocina provisional adquirió el estatuto de definitiva por la dificultad que entrañaba que la verdadera estuviera en la entreplanta. Al final del pasillo había a la izquierda una puerta que daba al huerto y a la derecha comenzaba la escalera que llevaba a la entreplanta donde se encontraba el cuarto de baño y la puerta de la auténtica cocina con su chimenea desde donde se entraba a lo que iba a ser mi dormitorio durante algún tiempo. Unos escalones más arriba se encontraba la planta de arriba con dos dormitorios más, el de mis hermanas y el principal, en el que se instalaron mis padres. Estas dos habitaciones daban a la calle, como las dos del piso de abajo mientras que la cocina con chimenea y el dormitorio tenía pequeñas ventanas que daban al huerto. El huerto contaba con una pequeña explanada y un canal de agua corriente que discurría a lo largo de toda la fachada hasta esconderse por bajo el ala de la casa donde estaba el cuarto de baño y la cocina con chimenea y justo junto a la puerta de la cuadra, ahora sótano como supe después.
Más allá de la explanada y limitada por plátanos gigantescos y algunos chopos, se extendía un auténtico bosque de álamos altos y delgados cubiertos de líquenes como los mejores robles que apenas dejaban ver más allá del huerto, macizos de arbustos más bajos y hierbas de todas clases que habrían hecho las delicias de una manada de cabras. Con la nevada, el huerto parecía un belén gigantesco aunque un poco inquietante por la espesura de troncos negros, algunos caídos y cubiertos de nieve, las zarzas y enredaderas que lo llenaban todo y la ausencia de camino o vereda que le diera estructura de huerto y no de bosque de cuento de miedo que era lo que más parecía. Lo más interesante de la explanada era que buena parte de ella estaba ocupada por un tronco de nogal que alguien había abatido y por su tamaño no pudo tronzar jamás hasta que en primavera mi padre y yo nos procuramos una sierra de aquellas que se manejan entre dos personas y lo redujimos a pedazos que cupieran en la chimenea. Más tarde limpiamos la explanada de piedras y escombros, la allanamos y pusimos una balaustrada con troncos de álamos recogidos del huerto y usando los chopos y algunas estacas como candeleros. En primavera y verano los árboles se pusieron tan frondosos que no llegaba el sol al suelo.
Lo siguiente que inspeccioné fue el sótano. Tenía una vieja puerta de madera encalada lo mismo que la pared como correspondía a una habitación que había sido la cuadra. Al marcharse los propietarios o quizá mucho antes la habían habilitado como trastero y estaba llena de muebles pequeños y objetos cubiertos de polvo y telarañas. Entre todo ellos llamaba especialmente la atención un baúl o arca de madera sin pintar ni barnizar que enseguida me dispuse a abrir con gran curiosidad. Había paquetes de postales que miré una a una, cartas personales atadas con la típica cinta azul que leí con mucho gusto, un caleidoscopio de cartón, llaves y otros objetos personales. También había una edición sin pastas de Pimpinela Escarlata que puede a un lado.
Al mirar por el caleidoscopio aparecieron las maravillosas formas que se suelen ver en esos artilugios y que parecen cristales de nieve de mil colores pero poco a poco empezaron a figurárseme caras con peinados antiguos y luego escenas con personajes que enseguida comprendí que no eran más que los remitentes y destinatarios de aquellas cartas y tarjetas postales que estaban empaquetadas en el arca. Allí estaba Manuela Chaparro, sentada en una silla baja con la mano derecha apoyada en la rodilla mirando fijamente a la cámara como consciente de que aquel era un momento trascendente porque mediante la fotografía quedaría fijado para siempre. Tenía la expresión serena, sin duda porque sabía que Antonio Capdevila recibiría aquella fotografía en Barcelona donde se encontraba y comprendería que su espera era sosegada, firme y constante. Cuando el fotógrafo le dijo “ya está, Manuela”, se levantó de la silla, la arrimó con cuidado a la pared encalada y preguntó “para cuándo” .”La semana que viene, Manuela, que todavía tengo que retratar a los de La Ossa y el Bonillo y son muchas fotos que revelar” El fotógrafo plegó el fuelle de la cámara, se la colgó al hombro y se puso bajo el brazo el caballo de cartón que llevaba como reclamo para fotografiar a los niños. A las pocas semanas, Antonio Capdevilla, mientras tomaba un vaso de vino en un bar de la barceloneta, sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre , miró la dirección y el sello con la figura de un joven militar un poco rollizo e intentó descifrar el matasellos. Luego miró del dorso del sobre “No te fijes en la letra ni tampoco en la escritura, fíjate en quien lo escribe, que te quiere con locura”, leyó. Sonrió levemente y sacó la carta doblada en cuatro pliegues y la foto troquelada de Manuela. La miró sin curiosidad, la puso sobre la carta y el sobre y rasgó todo en cuatro pedazos que tiró por detrás de la barra. Ya no recuerdo qué pasó con el caleidoscopio pero sí recuerdo a la reaccionaria Pimpinela Escarlata y una frase en latín que decía una dama : “Abrenuntio, sir Percy”.


Sunday, June 04, 2006

Cuento para Javier


Cuento para Javier Venteo , que muy pronto aprenderá a leer

Hace mucho, mucho tiempo vivía en un pueblecito de Lombardía, que es una parte de Italia, un carpintero ya viejecito y con el pelo blanco como nuestros abuelos. Se llamaba Gepeto y vivía solo porque no tenía nietos. Algún tiempo antes había construido en madera un nieto al que llamó Pinocho pero ahora vivía en un pueblecito de la costa y se dedicaba a la pesca en una barquita azul y vela roja que también le había construido su abuelo. Como la pesca es un trabajo duro sólo podía venir a ver a su nieto algunos domingos. Así que se sentía solo y aburrido como antes de tener a Pinocho.
Un día decidió construir algo que le acompañase, pero no podía hacer de nuevo un muñeco, así que fabricó un reloj. Un reloj de madera, un reloj de esos de pared que tienen forma de casita tirolesa adornada con hojas también de madera y que por una ventanita aparece un pajarito de vez en cuando y dice cucú algunas veces y luego se esconde rápidamente tras la ventanita. Un reloj de ésos fue lo que fabricó. Le quedó igualito igualito que los que se pueden ver en la casa de algunos de nuestros abuelos. Le dio cuerda tirando de la piña aquélla que tienen colgada de una cadena, lo probó y a cada rato salía el pajarito y decía cucú. Todo parecía funcionar. Sin embargo, se dio cuenta que algo fallaba : aquel reloj en vez de caminar hacia delante, lo hacía hacia atrás, es decir, en vez de contar las horas, las descontaba; así que después de comer no caía la tarde sino la mañana y al poco rato no anochecía sino que amanecía. Gepeto sabía que había cometido un pequeño error. Todas las ruedas del reloj, porque debéis saber que los relojes antiguos sólo son un montón de ruedas que giran enganchadas unas con otras, todas las ruedas las había puesto al revés. Se podía arreglar fácilmente poniéndole al reloj las agujas y los números en la espalda o dando la vuelta a todas las ruedas. Pero aquello de que después de comer viniera la mañana y despues de cenar amaneciese le pareció divertido. Así que decidió dejarlo así y lo colgó en un sitio importante de la pared: exactamente sobre el sofá, al lado de una foto de Pinocho cuando todavía era de madera y tenía una nariz normalita, ni larga ni corta.
Bueno, algún entretenimiento le proporcionaba el reloj, pero necesitaba un amigo con el que conversar, porque aquél pajarito, le preguntase lo que le preguntase siempre contestaba cucú. Estaba tan aburrido como antes. Un día salió de su casa y se dirigió caminando caminando al bosque de Caperucita Roja. Él sabía que a un lado del bosque estaba su casa y al otro la casa de su abuelita, pero no esperaba encontrar a nadie, así que siguió caminando distraídamente. Pero al doblar un recodo del camino se encontró una cesta en el suelo. Estaba volcada hacia un lado y cerca había un tarro de miel y un pastel. Ya me esperaba algo como esto, pensó Gepeto. Se puso a recoger las cosas de la cesta y se dio cuenta de que también había una manzana. Una manzana de esas que son rojas por un lado y por el otro blancas y tienen un aspecto tentador; de hecho, estuvo a punto de darle un mordisco, pero no lo hizo porque inmediatamente se dio cuenta de que era una manzana sospechosa. Tate, dijo, esta manzana la conozco yo. Esta manzana es también una manzana de cuento, como mi Pinocho, ¿pero de cuál? Ya está, dijo, es la manzana de Blancanieves. Se llevó la cesta bajo el brazo y siguió caminando. Al poco rato se encontró una señora que llevaba un sombrero negro y grande y una saya también negra bajo la capa. Tenía las uñas largas como garras y la nariz tan larga y torcida hacia abajo que parecía que se la mordería con el único diente que asomaba entre los labios. Con una de aquellas manos de dedos largos y huesudos agarraba un espejo de plata en el que no dejaba de mirarse. Espejito, espejito, ¿quién es la más guapa del reino? Decía. Bueno, pensó Gepeto, ¡a ésta también la conozco yo! Como era la única persona que vio aquel día Gepeto se sintió contento. Después de todo había salido a buscar amigos así que le dijo “ Buenos días, señora “. “ Buenos días , Gepeto”, le contestó la dama. Ah, ¿pero me conoce? . En los cuentos, todos nos conocemos, ya lo sabes. Tú también sabes quien soy yo, ¿a que sí? Preguntó la bruja. Bueno... algo me resulta familiar señora bruja, dijo Gepeto. Mira dejémonos de rodeos, como ya nos conocemos podríamos compartir esa manzana tan rica que llevas en la cesta. Gepeto se lo pensó un momento, porque sabía que aquella manzana era un poco rara, pero bueno, en los cuentos no siempre pasa lo que se espera que pase. Así que dijo bueno, vayamos a mi casa y allí seguimos charlando y merendamos a la lumbre de la chimenea. Cuando se sentaron a la lumbre, Gepeto sacó su mejor cuchillo del cajón de la mesa y partió la manzana por la mitad; dio un trozo a la vieja dama y mordió el otro. Al principio le pareció un poco amargo, pero luego, como vio que la bruja hacía lo mismo volvió a morder con más confianza. Entre bocado y bocado se pusieron a hablar de cuentos. ¿Te acuerdas de aquél gato que calzaba botas? ¡Ah, sí, claro que me acuerdo! ¡Pues anda aquel rey que llevaba un traje invisible, que torpe! Yo los dos estallaron en carcajadas. A pesar de la charla, Gepeto se dio cuenta de que cuantas más veces mordían más grande era el trozo de manzana, que la bruja era cada vez más guapa y más joven, que sus manos tenían menos arrugas y su propio pelo era menos blanco y sus ropas más nuevas. Los dos eran más jóvenes y más guapos. Entonces, Gepeto miró de soslayo al reloj y vio que la aguja de los minutos dio un saltito hacia atrás. En eso mismo momento salió el pajarito y dijo “cucú”. Gepeto le hizo un guiño con el ojo izquierdo y se escondió rápidamente cerrando tras de sí su ventanita de madera. Y colorín colorado, este cuente se ha acabado.

Carta apócrifa a Irina Alonso

Carta del padre a la hija que no es hija o del padre que no es padre

Querida hija:

Te envío esta carta de cumpleaños a requerimiento tuyo ya que tu padre auténtico no lo ha hecho y dado que creo que el fin de la cartas es recibirlas y no enviarlas. Al saber yo que no recibirías tu carta me brindo a ser el padre apócrifo de la carta apócrifa que sin embargo cumplirá su función de ser recibida. En fin, a ver cómo queda.

Querida hija:
Una vez más te envío tu carta de cumpleaños que ya sé que es el único regalo que esperas recibir aunque te hago otros que no esperas porque para eso están los regalos, para dar sorpresas. Como creo que es mayor sorpresa recibir una carta apócrifa que una carta auténtica, te envío una apócrifa (que no es lo mismo que falsa), cosa que muy pocos reciben, tanto como carta como regalo, con lo cual espero que tu cumpleaños sea mucho más cumplido.

Querida hija:

(Aquí empieza realmente la carta)

Querida hija, digo:

Tengo que decirte necesariamente que tengo un problema contigo y es que he llegado a la conclusión de cada vez te conozco menos. Esto no es debido a que yo sea un padre apócrifo que escribe una carta auténtica o un padre apócrifo que escribe una carta apócrifa, que esto no lo sé bien, pero no me importa demasiado, sino al hecho de que cada año que cumples eres más tú misma y por tanto, te pareces menos a la hija mía que eras el año anterior. No es que quiera decir que me pareces menos hija mía sino que eres más hija y menos mía y ahí de quién seas hija ya cuenta menos. A ver si me explico, sería como si cada vez más fueras más hija de ti misma, o sea, hija de tus propios actos, de tus propias decisiones y deseos. En este sentido creo que cada vez más yo soy también menos responsable. Esto, aunque no lo parezca, no es ninguna banalidad porque cuando uno tiene un hijo la carga de responsabilidades que conlleva le aliena a uno hasta el punto de que ya no es sólo persona, sino padre, incluso algunos dejan de ser persona para ser sólo padre (aunque esto le ocurre más a las madres) y la liberación que supone ser cada vez menos padre y más persona es una perspectiva bastante halagüeña. Lo mismo pasa con los hijos que cada vez son menos hijos, que es lo que te pasa a ti año tras año y de lo que me congratulo.

Querida hija:

Si estás de acuerdo en estos términos creo que podemos llegar a un acuerdo más: no es que yo crea que andando el tiempo y los cumpleaños lleguemos a ser auténticos desconocidos, pero sí que llegaremos a vivir con total autonomía, así podemos irnos entrenando para cuando esto suceda. Lo que te propongo es que la próxima vez que nos veamos nos saludemos como si fuéramos totalmente desconocidos, nos presentemos formalmente y nos propongamos una cita para otro día para conocernos mejor de manera que podamos establecer una relación independiente de las relaciones padre-hija como corresponde a dos personas que no sólo son sino que están obligadas a ser autónomas porque todos loas años cumplen los años y son cada uno de ellos cada vez más él mismo.

Querida hija:

¿Qué te parece?


Querida hija:

He pensado que si aceptas mi propuesta y profundizamos en nuestro conocimiento mutuo y hay química y tal a lo mejor acabamos estableciendo una relación de pareja tipo padre-hija, hija-padre. Sería una innovación maravillosa en relaciones humanas. Y, fíjate, al final cuando ya estuviese todo muy consolidado quizá te escribiera cartas auténticas cada día de tu cumpleaños.

Noticia antigua que habla de Leoncio

El Cpr de Ciudad Real, fuente de milagros bíblicos

Ciudad Real 10 .20. (De nuestro corresponsal en la Red de formación)
Se ha sabido de fuentes generalmente bien informadas que el CPR de Ciudad Real, una vez más ha sido iluminado por el verbo trascendente, como le suele suceder dada su proximidad a las altas esferas. Todo sucedió cuando Leoncio Venteo, mente preclara en el perfil de TIC agarró la maleta de herramientas y se dispuso a reparar el fax. Tras pequeñas maniobras con alicates y destornillador, sucedió que el fax se dirigió oralmente al susodicho técnico en perfecto castellano a imagen y semejanza de la zarza ardiente del pasaje bíblico y le conminó a abjurar de sus ideas disolventes sobre la implantación del software libre entre los usuarios de Nuevas Tecnologías. Espantado ante el manifiesto milagro, se arrodilló ante el fax y congregó al resto de asesores para contemplar el evento y reflexionar sobre la conveniencia de organizar una oración de desagravio a su santidad Bill Gates. Acabado el parlamento del fax, éste comenzó a funcionar perfectamente.