El moro Mohamed no es que se llamara igual que todos los moros como creen algunos, es que se llamaba de verdad Mohamed, es decir, para mayor precisión se llamaba Mohamed Amar Mohamed y era moro de Ceuta con todo lo que ello implica. Aunque no escribía ninguna lengua, hablaba castellano y francés con acento andaluz además del àrabe y el indi necesario para entenderse con su segunda mujer, Zora, que él pronunciaba Zorra. Así que me daba mucha risa nombrarla cuando me hacía escribirle aquellas cartas encendidas que me recordaban los textos de los poetas andalusíes que nos presentaban en la clase de literatura. A mí me parecían el colmo de lo cursi e incluso me producían un poco de rubor, pero poco a poco comprendí que eran fórmulas obligadas entre moros, similares a las que me hacían poner en las cartas cuando siendo muy pequeño fui por primera vez escribidor, Porque yo fui escribidor dos o tres veces, la primera cuando tenia cinco años y pasé uno o dos veranos en el cortijo de mis abuelos y tenía que escribir a mis padres lo que me dictaban mis tíos y luego a los veinte, cuando conocí al moro Mohamed. Desde entonces cuando escribo algo, digamos de creación, tiene siempre un ligero tinte epistolar y, de hecho siempre hay un destinatario de referencia más o menos concreto y más o menos lejano al que se dirigen mis escritos. A veces un mismo escrito vale para distintos destinatarios pero nunca me parece apropiado para cualquiera o para todos los que sepan leer; necesito que existe una cierta afinidad, o sea, algún tipo de familiaridad o al menos de proximidad entre ellos para que sea adecuado a más de un lector. Probablemente este es uno de los estadios más primitivos de la escritura y no he conseguido ni pretendo dar el salto hacia una producción válida para cualquier lector. Si es así no me importa en absoluto asumir que lo mío sea sólo ser escribidor ya que jamás hice ni haré nada por adoptar el oficio de escritor aunque mi dominio de la escritura esté por encima de lo mediocre según afirman mis corresponsales. Porque esta es otra de las características de mi escritura: casi siempre tiene respuesta, aunque sea oral, y si es a distancia , escrita, como corresponde al auténtico género epistolar.
Sentados pues los principios de mi oficio o afición paso a relatar las vicisitudes que me trajo aquella dedicación ocasional pero que practiqué con todo el empeño que cada situación requirió. Debo decir que esta cualidad mía debía ser muy evidente en algún rasgo de mi cara porque en una ocasión y volviendo del Instituto con mis libros bajo el brazo por la Calle Altagracia una más que abuela me llamó, me hizo entrar en su casa y leerle una carta de su hijo que, casado en Cuenca, le hacía las protestas de rigor que hace un hijo a su madre cuando no viene mucho a verla porque congenia más bien poco con la nuera. La vieja estaba como apostada a la puerta a ver si pillaba algún estudiante propicio a sus fines y entre los que pasábamos me eligió a mí. Por eso digo que se tenía que notar de alguna manera mi cualidad de escribidor. Leída la carta, tuve que contestarla al dictado aunque poniendo algo de mi cosecha como cualquier escribidor que se precie. Entre tanto, su marido le recriminaba de vez en cuando su desparpajo para pedir favores, a lo que ella achacaba que siendo tan guapo seguro que no me importaba hacer un favor que para ella era tan grande y para mí tan poco trabajoso. Finalmente la señora me quiso recompensar mi servicio invitándome a una pobre comida que no acepté aunque la hora me lo aconsejaba encarecidamente. Y todo porque, ni era sitio de confianza ni soportaba más el olor a hormiguero que invadía toda la casa. Porque yo conozco el olor que tienen los hormigueros por dentro. No sé cuando ni cuantas veces lo experimenté pero jamás olvido lo que se llama un mal olor. Y menos el de los hormigueros, que lo produce el ácido fórmico que ellas crían con un finalidad que no se me alcanza, puede que para espantar a sus enemigos. He dicho que no soportaba más aquel olor pero no que lo detestase, porque a mí no me molestan los malos olores a condición de que sean naturales, excepto los de las pinturas que también me gustan. Sin embargo, me resulta muy difícil soportar las fragancias sintéticas que están tan de moda y son tan caras. Incluso me disgusta una que imita perfectamente ese olor que se produce, justo en el manantial de las fuentes naturales en las que crece muy cerca del agua unas plantitas parecidas al trébol que creo que se llaman berros y son comestibles; en cambio, si experimento ese olor en la propia fuente, me produce tal excitación que me harto de beber agua de bruces y nunca a estilo pinero para sentirlo mejor. Debo decir que a beber agua al estilo pinero me enseñó mi abuelo que lo fue por la sierra de Cazorla cuando todavía se construían ferrocarriles y consiste en agacharse junto al río o fuente y lanzar hacia arriba manotadas de agua que han de atraparse con la boca con toda la habilidad de que uno disponga, sobre todo por la postura que se haya adoptado y la frecuencia de las manotadas. Las razones por las que se practica poco este estilo de beber agua tan noble no las sé, pero es probable que sea exclusivo de pineros por la costumbre de andar más por los ríos que por las fuentes . En cualquier caso, puede que yo sea uno de los pocos depositarios de esta ciencia de beber agua que queden... Los abuelos de ahora me parecen un poco desnaturalizados y no sé si pueden enseñar estas cosas.
Hay otros olores relegados al capítulo de los desagradables que no me causan ningún rechazo, como el de algunas plantas en primavera que los días de polinización tienen un perfume igual que el de la menstruación juvenil. Como los olores no tienen nombre sino que decimos que huele a sudor o a alquitrán, aquel es sin duda a lujuria, es decir a óvulos tanto femeninos como botánicos en eclosión. Todavía podría hablar elogiosamente de las cualidades de otros olores que con mucha razón podrían ofender las papilas olfativas de la mayoría y que en ningún caso alcanzarían la categoría de aromas. Creo que ya he pensado sobre esto en otro lugar y quizá sean las mismas ideas, pero pueden que ahora sean más frescas, una cualidad que se exige a los perfumes.
En fin, que aquel olor que no era a comida pudo más que la familiaridad que ahora ya era alguna por el conocimiento que me proporcionó la escritura de la carta y allí dejé a los dueños de la casa comiendo un triste guiso de los de cuchara que tenían preparado en una mesa baja en el centro de la estancia. Sin embargo me fui con la desesperanza de encontrar plato y cuchara en casa ya que dada la hora que se había echado encima no parecía probable que me estuvieran esperando para comer.
Desde entonces, cada vez que había carta, la abuela me esperaba a la puerta de su casa para responderla, así que pude formar un equipo bastante coherente con un cartero al que nunca conocí.