El Ferri
Un día, mi padre se fue a Madrid a comprar un bombo de Lotería. Un bombo grande, de hierro como los de verdad, de los que usaban en la Lotería Nacional, sabes, no sé si con cinco mil bolitas blancas de madera de boj con sus numerillos, claro. Bueno no sé si cinco mil, un montón, como para todo el pueblo, sabes. Se cambió el traje de pana cruda traída de Castuera por uno de paño y la boina negra por un sombrero de fieltro de ala corta. Colgó el guardapolvos azul de ferretero en la trastienda porque entonces cada profesión llevaba un distintivo, los carniceros un delantal verde a rayas negras y los dependientes una bata azul y yo no sé y cogió el autobús para Madrid, el único lugar donde se podía comprar algo así, me refiero al bombo, porque en la capital, ya sabes, esto no era nada entonces, no era como ahora con la Universidad y el Eroski. En la ferretería, los recién casados componían su ajuar de sartén matancera, batería de ollas y pucheros de porcelana de esa roja y vajilla de porcelana blanca, bueno que no era porcelana, sino un esmalte por encima, que era de hierro, y claro, cuando le daban un golpe se desconchaba, pero le decían porcelana, de aquellos platos blancos con el orillo azul que siempre tenían tres puntitos en la base, sabes, del trípode donde los ponían a cocer en el horno, para cocer el esmalte. Luego ya los hacían de colores, y hasta les añadían una flores, pero no eran igual. Aquellos eran más caros, sabes. Había azafates, palanganas con su palanganero de hierro forjado, la mínima expresión del arte de la forja, claro, que luego cuando se hacían viejos los pintaban con titanlux verde o con minio de plomo, de ese de las estufas panaderas. Todavía se pueden ver en algunos patios de macetero o algo así. Los más ricos no compraban esto, se llevaban un lavabo completo que vendían con el dormitorio, claro, nosotros no vendíamos muebles. Como no había cuartos de baño se instalaba al lado de la cómoda con su espejo abatible, su palangana de porcelana o de loza, esta vez auténtica y abajo entre las patas del artilugio tenía una base para el jarrón del agua, o no, para el cubo de desagüe, porque la palangana llevaba un tapón más o menos como los de ahora. Antonio, por otras dos cañas y danos una tapa mejor, hombre. También había estufas con sus tubos, que los tubos se vendían aparte, por metros, sabes, pero esto era después, que antes se arreglaban con la lumbre y allí ponían el puchero del cocido con su morillo detrás para que no se volcase. O la sartén de patas, y encima de las trébedes si era sin patas, porque las había de todos los tamaños, hasta esas grandes que llamaban matanceras, sabes, que hasta necesitaban un refuerzo en el mango, bueno unas pretinas de hierro que sujetaban la sartén al mango haciendo un arco. Antes eran de barro, los pucheros, digo, pero se rompían, y los de porcelana, aunque con desconchones, duraban media vida, bueno, hasta que estaban tan negros que no se distinguía aquel color colorado más que por el asa. Por dentro eran azules. Se llevaban de todo lo que se puede necesitar en una casa, bueno, lo que no se llevaban de casa de los padres al casarse, ollas, cubos de cinc y barreños, que tenían un aro al fondo que cuando se rompía el barreño era el aro mejor y más barato que se podía encontrar. Entonces ibas a Manolo el herrero y si se encontraba de buenas te hacía una guía a medida del aro con una barra de alambre grueso en forma de u, que podías andar con tu aro un kilómetro sin que se te parara ni se te saliera de la guía. Yo aprendí a hacerle un poco la pelota ayudándole a soplar el fuego de la fragua con un fuelle gigantesco colgado del techo que amenazaba con caerme encima, así es que tenía todas las guías que quería según el tamaño de los aros. A los demás chicos les gruñía o les decía que tenía mucho trabajo, pero a mí no porque además éramos vecinos. Manolo el herrero además era el electricista del pueblo pero muy rara vez lo vi trabajar en ello. A veces me iba con él a la fragua y observaba como hacías las herradura y los clavos de herrar, que entonces no los vendían ya hechos y luego ponérselas a las mulas sacando previamente los clavos gastados y recortándoles el casco con una herramienta especial para aquella tarea. Cuando una mula mordía o amenazaba con dar coces el dueño le daba en la grupa con un vergajo pero él les reconvenía y les aplicaba un cepo en el belfo. Para hacerme la guía ponía en la fragua el extremo por donde no estaba la u y cuando estaba al rojo vivo pinchaba la guía sobre un palito corto que le llevaba yo y cuando se enfriaba el hierro no se movía para nada. Al entrar la guía se quemaba la madera dejando un humo que olía según de qué manera se tratase. Yo era el único del pueblo que tenía siempre una guía con mango de madera. Entonces no había juguetes como ahora con el Mercadona y el Eroski, así que nos arreglábamos con el aro y el trompo, que necesariamente había que tirar al tejado acabado el verano, por los santos, porque teníamos una cláusula que nos obligaba: el día de los finaos, trompos y cuerdas a los tejaos. De los cubos también se podía sacar el aro, pero era más pequeño y era difícil de guiar, lo que pasa es que en una casa abundaban más los cubos que los barreños, sabes, bueno tú te acordarás igual que yo, así es que todo el mundo tenía más bien aros de cubo, porque se rompían más porque los barreños sólo se usaban para la matanza, lavar la ropa o bañarse los críos en verano. En cambio con los cubos estaban todo el día para arriba y para abajo con ellos, como no había cuartos de baño ni agua corriente...No era como ahora. Y bueno, nosotros porque teníamos pozo en casa, pero los que no tenían , siempre estaban entrando y saliendo con cubos y botijos. Mi casa siempre estaba abierta para que entrase quien quisiera, sin necesidad de dejar el mostrador para atender a fulanita o menganita. Cuando ya eran viejos los cubos se ataban a la cuerda del pozo y se dedicaban a sacar agua poniéndoles en una oreja del asa unas cuantas tuercas gordas para que se hundiera bien de ese lado. A veces se rompía la cuerda, sabes, y el cubo se quedaba en el pozo. Entonces había unos garfios que se arrastraban por el fondo girando en torno al pozo para sacarlo. Siempre se sacaba el cubo, oye, no sé cómo pero siempre acababa saliendo y además lleno de agua, claro. También vendíamos en la ferretería garfios de aquellos, como anzuelos gigantes pero sólo cuando se quedaban también en el fondo del pozo con el cubo, o sea, casi nunca. Cuando un cubo se jubilaba del pozo se le quitaba el aro, y hala, a correr por todo el pueblo. Hasta hacíamos carreras y entonces se llenaba la calle de aquel chillido que producía la guía rozando con el aro. Yo tuve una vez el aro más grande del pueblo. Era un aro de aluminio que se abría y se cerraba porque era para sujetar la tapa de uno de aquellos bidones de cartón que venían llenos de leche en polvo. Por el sistema de cierre sólo podía conducirse en una dirección, porque si no se enganchaba en la guía y cada vez que pasaba el cierre por la guía hacia un clic así que hasta podía contar las vueltas, sabes, bueno, perdona pero es que en cuanto me tomo tres o cuatro cañas me da por hablar y no paro. A lo mejor te aburro. Bueno, esto lo sabes tú como yo. Antonio, pon otras dos cañas, tampoco hemos bebido tanto. Luego había cosas que sólo compraban los hombres, sabes, cuerdas de esparto primero y luego de pita o mazos de pita sin trenzar, que luego eran las mujeres las que se dedicaban a hacer la pleita . En mi pueblo se hacía la cuerda hacia atrás pero yo sé que en algunos sitios se hace hacia delante, es curioso, no, lo mismo que el punto, aquí lo hacían con las agujas por debajo de los brazos pero en México lo hacen con las agujas por encima. Pero bueno, eso era las mujeres; los hombres se llevaban rejas de arado primero y luego ya de cultivadores para tractor, tornillería de todas clases, bueno tú no sabes la de clases de tornillos que puede necesitar la gente, sobre todo si ya tienen tractor, que antes la reja se calzaba con una simple cuña de encina, toma, quieres un pito. Además había tela metálica de esa de hexágonos para los gallineros y otra fina para hacer mosquiteras o para las fresqueras, que se sacaban de noche al patio, como no había neveras... No era como ahora, bueno nosotros ya las vendíamos hechas, de madera y tela metálica, con una puerta, sabes. Ah, y luego estaban las planchas, sabes, como duraban siglos no se vendían muchas, pero había muchas clases, una que se ponían directamente al fuego y que había que limpiar antes de cada planchada, hasta que se enfriaba. Luego había otras barrigonas, que parecían trasatlánticos con su chimenea, que encerraban las ascuas dentro, como dragones y que suponían un avance enorme, no técnico porque seguro que las usaron los romanos, sino del poder adquisitivo. Así que las mujeres, cargadas de hijos como estaban, fíjate que nosotros éramos tres y eso que no éramos gente del campo, porque nosotros éramos del comercio, a nosotros, bueno, yo, en mi pueblo soy el ferri, lo mismo que mi padre, y ahora el imbécil de mi cuñado. Las mujeres, digo, sólo podían planchar de noche, cuando los críos estaban en la cama, y en la lumbre sólo quedaban las brasas que eran lo bueno para la plancha transatlántica, ya sabes, quitándoles bien la ceniza, que si no manchaban la ropa porque se les caía por los ojos de buey que tenía abajo sobre la suela. Los agujeros eran para que entrase el aire y no se apagasen las ascuas. Estaban bien pensadas. Eran ya un instrumento tecnológico, chico. Una ropa que olía a romero y a humo de encina. No sé, creo que el calor de aquellas planchas se conservaba toda la semana que duraban las sábanas y luego se mezclaba con el calor corporal ganando matices incluso los de las poluciones nocturnas como decían los marianistas, que invariablemente se producían al primar día de estrenar las sábanas; creo que aquel olor estimulaba el erotismo, bueno el autoerotismo, ya sabes. Sin embargo aquellas sábanas no olían igual que las que usábamos en los marianistas, y eso que nos las llevábamos planchadas de casa. Bueno yo les llamo transatlánticas porque me parecían un barco de vapor de aquellos de tiempo del Titanic, con su chimenea y todo, una chimenea gordota y torcida en ángulo recto, no como la de los barcos que la llevaban inclinada hacia atrás para arrastrar mejor el humo, el viento digo, quiero decir que el viento arrastrase mejor el humo, vaya. Eran negras y tenían un perfil como la proa de los barcos, potentes y como capaces de navegar por las sábanas durante millas y millas; a veces hasta soltaban una bocanada de humo para gran espanto de mi madre. Sección aparte la formaba la esportillería de goma negra, moldeada por fuera como imitando el esparto, pero sin aquel brillo de oro viejo que alcanzaban con el tiempo las auténticas espuertas de pleita. Cuando dejaron de hacérselas ellos mismos, se inventaron las de goma. Y, bueno, cuando hubo excedentes de caucho, ya sabes, Manaos, Fitzcarraldo y todo aquello, que se hacía planchar los cuellos y los puños en París para ir a su propio palacio de la ópera en medio de la selva. Joder qué cosas han pasado, ya no pasan cosas así. Se apilaban en un rincón formando torres, las espueratas digo, las más grandes abajo para que no se cayeran, lo mismo que los cubos y los calderos. Las más gordas eran las de los capachos, sabes, los capachos de la aceituna, pero sólo se sacaban en invierno. Pero capachos, espuertas, esportillas, seras y serones de esparto fueros sustituidas poco a poco por el universo del caucho, con lo bucólicas que resultaban las aguaderas encima de las albardas o a los lados del porta de la bicicleta, pequeñitas para llevar el cántaro del agua o el botijo a la siega y la merienda y la bota. Pero de lo que un ferretero se podía sentir más orgulloso era de la cajonera de detrás del mostrador, sabes; detrás del mostrador se clasificaba la ferretería en cajones innumerables, cada uno con una muestra del objeto que contenía en el frontal, a veces haciendo de tirador mismo y debidamente atornillado como quedarían en su sitio. Si buscabas bisagras tirabas de un pomo y aparecían cuatro tamaños de bisagras porque además se organizaban por tamaños, así es que era muy fácil encontrar cualquier cosa. Luego, los días de mercado se sacaban a la puerta las cosas que estorbaban el paso de los clientes o se colgaban en el dintel como reclamo cazos, espumaderas y candiles de bronce o de latón con aquel brillo que encandilaba a las mujeres. También los había de hojalata, para los más pobres, con una pantallita detrás de la torcida para que alumbrara más. Ah, y los almireces; el almirez era el mejor regalo de boda, puesto en su almirecera, de madera labrada con su mano debajo. Pero bueno, lo más heoico era cobrar las cuentas. Con el cuaderno se llevaba la contabilidad de cada uno, unas veces te daban dos reales, otras una peseta, pero no era forma, sabes, para pagar un ajuar se podía tardar tres años , había que estimularles al pago de la forma más regular posible. Así es que a mi padre se le ocurrió lo del bombo, sabes, toma, fuma de éste, que es mejor. Lo pagaban en cuotas mensuales que mi hermana como hija del ferretero, bueno le llamaban el ferri, a todos nos lo decían, bueno nosotros ya hemos perdido el nombre porque nos dedicamos a otra cosa, fíjate, yo entré en el Seminario y ahora me dedico a esto y como en verano viajo pues ya casi no voy al pueblo y ella ya está casada así es que ahora el ferri es el imbécil de mi cuñado, sabes, pues ella, cuando estaba soltera llevaba la contabilidad, un cuaderno de esos de gusanillo, no iba a estar vendiendo cosas en el mostrador; llevaba la contabilidad en el cuaderno, bueno la lista de los parroquianos y las cuotas de cada uno, y entonces iba de casa en casa intentando cobrar y a veces se juntaba con la criada del médico que también iba de casa en casa a cobrar la iguala, pero si cobraba uno no cobraba la otra, así es que, que si no tengo, que si mi marido está en Suiza, no se les podía presionar mucho porque también había que estimularles a que siguieran comprando aunque fuera a crédito porque como había tan poco dinero, sabes, no era como ahora, con Mercadona y el Eroski, que vienen los fines de semana con la furgoneta y cargan para todo el mes. Luego se fueron familias enteras a Barcelona o a Bilbao y allí se quedó el cuadernillo con las cuentas. Antonio, ponnos otra, coño, que no estás en lo que estás. Bueno, pues se le ocurrió lo del bombo, un bombo de verdad como los de la lotería de verdad y para que siguieran comprando, durante todo el año, por cada compra, les daba unos puntos si eran del pueblo, que si eran forasteros no, y luego, cuando se acercaba la Navidad, al llegar a los cinco duros o yo no sé cuanto, según lo que debiera cada uno, cambiaba los vales por una participación de su lotería. Así que, todos los años, el ferri, mi padre, el dieciocho de diciembre sacaba a la plaza del pueblo su bombo con sus cinco mil bolas de madera de boj y con la expectación que te puedes imaginar en aquellos tiempos... si en mi pueblo había cinco aparatos de radio, celebraba el sorteo , sabes; si el afortunado tenía la deuda saldada cobraba el premio, si no, los fondos la cancelaban y se quedaba sin cobrar, pero sin deudas. Bueno , a lo mejor les regalaba un cazo o un puchero. Yo no sé si era legal, pero tampoco me lo planteo. Aquellos tiempos no eran como ahora.