Hoja número 1 de mi cuaderno de bitácora
Efectivamente hoy es quince de agosto de 2005 según todos los calendarios. Es fiesta nacional y todo está en silencio. Se celebra desde Laredo a Tarifa nada menos que la muerte de la Virgen (Algunos dicen que la dormición) Hace cinco días he cumplido cincuenta y un años. Medio siglo aproximadamente: algo más de la mitad del ciclo vital de un ser humano: más de cincuenta vueltas del planeta alrededor del sol y una cienmillonésima parte de la vuelta del sol en torno a nuestra galaxia: nada, en términos cósmicos.
Cuando un hombre llega a su invierno vital el sudor ya no huele a fuerza animal desatada sino a medicina rancia; la piel ya no es la envoltura de una pulpa preñada de jugos frescos como la fruta sino mero pellejo y los reclamos sexuales como el vello o los músculos se convierten en señales sin esperanza que no son percibidas más allá de la cortina de la ducha o del espejo del baño. Mientras que se despuebla el pubis aumentan de tamaño las cejas, crecen hasta lo desmesurado los pelos de la nariz y de los oídos y la cara se llena de surcos, manchas y raíces de pelos infestadas. Todo ello sin hablar de la calvicie o de las canas, cosa que a mí no me afecta en primer término pero sí en segundo, ni de la deformidad del cuerpo, en mi caso más parecida a Diógenes caminando vestido con su tonel que a Aquiles tendido sobre un piel de toro esperando que Patroclo le prepare un baño.
Cuando un hombre llega a su invierno vital es que ha cumplido los cincuenta y un años, es decir, tuvo su primavera entre los veinte y los treinta y su otoño entre los treinta y los cuarenta.
A esta edad ya se dominan dos o tres verdades relativas al orden del universo: una que la muerte es la otra cara de la vida y por tanto todo es finito y perecedero pero dependiente de ciclos cuya duración está arbitrariamente establecida. Mientras una mariposa es mariposa solamente unos días un caballo puede vivir treinta años y una piedra tres mil millones. Otra verdad es que no hay relación conocida entre la belleza o la necesidad y la duración; mientras el más bello anochecer dura sólo tres minutos, un gesto amable de los ojos una décima de segundo y el desierto de Atacama, lo más parecido a Marte que tenemos por aquí es más antiguo que la Antártida. Unas cosas son bellas por efímeras y otras por eternas y las más por inútiles o innecesarias. ¿Y nosotros, qué somos? Ni bellos ni necesarios, pero percibimos la belleza y la necesidad mientras dura nuestro ciclo vital y cada vez con más intensidad: esto es lo que nos hace viejos, es decir sabios.
En fin, no sé si esto es propio de un personajillo nada exótico de cincuenta y un años...