Saturday, August 15, 2015
Crónica de Galera
Yo no vine a Comala, digo a Galera, sino que me trajeron. En realidad casi me secuestraron porque me dijeron que Comala, digo Galera, era un pueblo de Granada y pensé que podía ser un lugar interesante. Galera está tan lejos tan lejos que allí no llegan las ondas de frecuencia modulada de la radio y la televisión es en blanco y negro. En onda media solo se escucha a retazos Cuarto Milenio, el programa de Iker Jiménez hablando del misterio de una momia. La voz aparece y desaparece por momentos como si las ondas las transportara un viento racheado más propio de los desiertos y las estepas que de tierras de cristianos. Lo curioso es que moviendo el dial se escucha el mismo programa en francés y en árabe. En la televisión solo se ven dos canales y en uno y otro aparece siempre a la misma hora un presentador de telediario que fue “desterrado” a Canarias por dar una noticia desfavorable al gobierno, Pedro Macía se llama. Algunos dicen que alargaba con maestría de locutor el acento de los adjetivos socialista y comunista hasta convertirlos en calificativos desdeñosos. Pero en el poco rato que le escuché no aparecieron. Viendo el telediario parece como si las ondas de la tele emitidas en los 70 en Madrid hubieran elegido el camino más largo y, dado la vuelta a la galaxia, están llegando ahora a Comala, digo a Galera. No se me ocurre otra explicación porque vi algo parecido en una película y en mi ignorancia de las telecomunicaciones me parece algo razonable.
Cuando nos acercábamos a Galera, cosa que no pasaba nunca porque siempre quedaban ochenta kilómetros, mi secuestrador me dijo, mira, allí está Galera. Yo miré pero no vi nada, solo estepa y más estepa y al fondo pequeñas montañas con aspecto estepario. Me pareció que en cualquier momento aparecería John Wayne arreando una caravana de carretas o una punta de vacas polvorientas, polvorientas las vacas y las carretas, no John Wayne que, aunque acomplejado por tener nombre de mujer, se llamaba Marion, siempre estaba perfectamente peinado y con la cara recién lavada. Pero no, apareció la torre de una iglesia o mejor la sombra de una torre rodeada de tejados grises que pertenecían a casas grises más o menos ordenadas entre calles grises, un gris claro que forma la estepa de yeso que se formó en el triásico y que el sol arranca destellos a los cristales que aparecen a flor de tierra.
Del antiguo lago que inundaba estas tierra solo quedan dos pequeños ríos o arroyos grandes que confluyen bajo el Puente de Hierro, o mejor de su sombra, que sacó al pueblo de la edad del bronce. Pero solo parcialmente, porque una parte de sus habitantes aún lo hacen en cuevas excavadas en el yeso como en aquellos tiempos en que las pirámides de Egipto estaban en plena juventud.
Todas las sombras del pueblo me saludaron al llegar. La primera fue la de la vecina cotilla que por casualidad o mejor, por su virtud, se llevó la primicia de nuestra llegada. La segunda fue la de la bodega de la casa y hacienda de mis secuestradores. La bodega es la sombra más perfecta del pueblo porque es la sombra de otras sombras. Al pisar el suelo , la primera sombra se removía como cuando se camina sobre un colchón de agua dejando la otra inquieta pero fija al suelo, quizá sobre otras mil capas de sombra. Allí reposaban adosadas a las paredes las sombras de las tinajas de barro cocido, de los aperos, de la piquera abierta a la calle, de los que se movieron entre el aire dulzón y picante de los mostos en fermentación.
En la planta noble de la casa un único objeto real; lo supe porque además de no proyectar sombra, un quinqué de techo de estilo modernista o decó, que nunca los distinguí, me besó en la frente con uno de sus adornos retorcidos y me dijo, aquí estoy, soy de hierro y cristal, mírame y advierte que mi historia es tan larga como la más larga de cualquier sombra y mucho más noble: los objetos de mi generación aparecen en los libros de historia del arte más conspicuos. En efecto, colgaba con toda la dignidad posible de uno de los revoltones del techo. Yo le hice una pequeña reverencia y en señal de reconocimiento familiar unas sueves cosquillas al remover la ruedecilla que hace subir y bajar la torcida. Creo que me lo agradeció porque emitió una luz brillante aunque un poco fría como intentando respetar el silencio de las sombras.
La subida hacia la cámara por la escalera de manperlanes de pino empezó a revelar a los primeros escalones las sombras de los montones de maíz, patatas, higos secos y almendras de antiguas cosechas, sacos de fertilizantes y piensos; las cuentas de balances, hechas en la pared por el antiguo administrador de la casa y hacienda y, en general, la sombra de una prosperidad sujeta al capricho del clima y siempre al borde de la subsistencia.
Cuando mis secuestradores empezaron a perturbar mi paz moral fue al plantearse qué se podría hacer para huir del calor estepario y examinadas todas las aternativas, se estimó como la más conveniente tomar unas cañas con sus tapas al caer la tarde, actividad que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Mis principios no me permitían semejante disolución de costumbres, de ahí que sintiera alterada mi paz moral, expresión que a mis secuestradores les parecía exagerada y un tanto injusstamente acusatoria. Hasta las sombras borrachas de unas guiris borrachas ya entradas en años y que conducían un Porsche descapotable rojo y blanco se recogieron antes que nosotros todas las noches que duró mi cautiverio.
Otros métodos de tortura usados por mis secuestradores fueron el tomar café a las tres de la tarde en casa del Albino, que no era tal sino casi pelirrojo, hacer el viacrucis de semana santa a las seis de la tarde y escuchar la charla de la encargada del museo local.
El bar del albino, por supuesto carecía de aire acondicionado, y probablemente tenía la sombra de un ventilador pequeñito y renqueante. Estaba muy orgulloso según supe de no haber cambiado aún su cafetera de brazo actual por una automática y hasta hace menos de veinte años tuvo una La Pavoni que hubo de retirar con gran dolor de su corazón porque ya no encontró piezas de repuesto. Las sombras de los jugadores de dominó y cartas , como buenas e insomnes sombras se las notaba claramente inmunes a los rigores de los cuarenta esteparios grados del bar.
Haciendo la ruta del viacrucis que rodea un cerro de yeso llegamos a las cuevas donde vivían las sombras de la Chata y de la Trabuca, mujeres trogloditas que en su día fueron robadas por sus maridos con su consentimiento aunque sin tener donde pasar la noche de bodas ni las siguientes hasta tener el perdón del padre. Las sombras del hambre y de la historia.
Una peculiaridad del pueblo son los nombres de las cosas y de la gente. Cada nombre tiene su sombra: La Posá, o bar Manolo se llama El Pollo, el bar El Cazador, El Miguel... La gente hace cosas como agramar y amajancar, a veces comen albercoques arrebolaos y otros desatinos.
La Chata y la Trabuca, El Arrastrao, Mediablusa, El Bazeño, el Miñarro y otros como los Venteo, son sombras de los nombres de las sombras que pueblan las calles y cuevas de Comala, o sea de Galera. Que dios les guarde.
Tuesday, May 05, 2015
Oración laica por Marifer Chamorro
Mientras que nosotros aún podemos sentir nostalgia de la
nada
tú, Marifer, ya
has alcanzado el consuelo de lo eterno.
La pinza de plomo radiactivo te atenazó con toda su saña al
final de tu tiempo
pero antes te acarició el rostro la brisa del mar y de la
montaña;
te humedeció la piel la niebla esteparia de todos los
noviembres
y te la tiñó de bronce el sol de todos los veranos.
Tuviste como regalo los mejores amaneceres y los más bellos
ocasos,
las tormentas más furiosas y las calmas más
placenteras.
Tuviste amigos y familiares y junto con Guillermo dejaste
dos testimonios,
Sara y Daniel, que nunca podrán negar ante un juez por venal
que sea
que te vieron
más alegre que triste, más feliz
que desafortunada.
Los que estuvimos contigo tenemos otra frontera, otro vacío:
mientras que nosotros
aún podemos sentir nostalgia de la nada
tú ya has alcanzado el consuelo de lo eterno.
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